Llevaba cargando durante horas un costal de maíz cuesta arriba en la hora en que el sol más abrasa; con la boca llena de sal y la sed hasta los pies. Pasaban los minutos que se desvanecen en el viento cuando no hay relojes que los midan, y cada uno de los pies del señor Cliofas se arrastraba en un movimiento sutil de resistencia a lo perecedero a ese cansancio que se inyecta en las venas de los que nacen encima de los petates y debajo de los techos de palma. El cansancio de los ojos milenarios, del sol que se ha vuelto parte de la misma piel quemada, de la alumbrada sensación de la resequedad de unos huesos que jamás se les otorgó la caridad de la humedad. A dónde van las almas cuando el cuerpo más está sufriendo, a dónde va el tiempo que no medimos y que rebota a sus anchas haciéndonos gozar o llenándonos de gritos de dolor que se retuercen en nuestras entrañas. A dónde vamos cuando vivimos y el vivir es un dolor de la piel quemada, de los pies encallados y de la eterna sed de algo que ignoramos.
El señor Cliofas llegó a la parte más alta del pueblo de las golondrinas y al llegar respiró profundamente, descansó unos segundos antes de bajar el bulto de maíz y de pronto lo dejó caer al suelo de sopetón, el costal se rompió un poco de un costado y algunos granos salieron disparados. Al levantar la vista el señor Cliofas vio un campo inmenso, sembrado con maíz de mil colores; a dónde van nuestra almas cuando el escozor de una espalda fragmentada no nos deja dormir o cuando los aromas fétidos se entierran en nuestras narices como espinas de nopal. Acaso nuestra voz, que es nuestra alma se vuelve maíz, se vuelve sol, se vuelve viento, acaso sentimos la eternidad de las cosas que viven y mueren cuando más nos alejamos de nuestro cuerpo, acaso el vacío es una voz que es maíz y sol, y vida y muerte al mismo tiempo. La mirada silenciosa de los ojos milenarios del señor Cliofas miraban los campos llenos de vientos y de tierra, el señor Cliofas volteó la mirada cuesta abajo hacia el pueblo de las golondrinas y ahora con una mirada triste comenzó a bajar.
Sobre la calle que lleva a los sembradíos, venia un hombre cuesta abajo con la mirada triste, sólo Dios sabrá la amargura que lleva dentro aquel hombre. Al llegar la parte más baja el hombre levantó un costal de maíz y lo puso sobre su espalda, comenzó a subir a cuesta arriba hasta que desapareció de la vista.