Fausto conoció a Musa teniendo apenas once años. Ella pasó corriendo delante de su casa mientras él jugaba fútbol en la entrada del zaguán. Llevaba una falda tan corta que los movimientos bruscos dejaron al descubierto sus pantaletas rosadas. Fausto se despidió de su infancia mientras la perdió de vista: su erección apuntó al sitio en el que se había desaparecido.
Pasaron muchas noches en las que el recuerdo de Musa le hizo balancear sus manos. Acalló cada gemido con los que invocó frenético el calzoncito transparente.
Musa conoció a Fausto por accidente, o al menos eso creyó ella, cuatro años después. Inmensamente cobarde para confesar su amor, se dedicó a espiarla en los sitios que frecuentaba, pero un día mal sincronizado, ella lo topó de frente, y sus titubeos pubertos le rompieron el corazón.
Musa comenzó a visitarlo en las tardes que sabía estaría solo en casa. Platicaron de sus padres, de esa ignorancia adulta que los sacaba de quicio. Pasaron semanas antes de atreverse a juntar sus manos; sólo eso: las manos. Pero con ese mínimo gesto Fausto perdió el control, y sus años de deseo hicieron erupción. Ella se contagió de ese cuerpo caliente: se sobaron lo que pudieron, mientras sus bocas húmedas degustaron hambrientas lo que nunca se habían visto.
Él le apretó los senos como si fuera a arrancarlos: el amor que tenía guardado salió disparado del pecho.
Con el pantalón a las rodillas y la falda hasta la cintura, cayeron enredados en la cama. Con la lengua de Musa subiendo y bajando, Fausto se derramaba: no pudo soportarlo más. No pudo. No pudo. Le separó los muslos suaves por los que ella se escurría.
Hicieron el amor vehementes, lastimándose incluso, hasta gritar. Los resortes de la cama sonaron tanto que los vecinos, incómodos, le subieron al radio, platicaron más fuerte o fingieron sumergirse en sus tareas cotidianas, como barrer o cocinar, sin lograrlo.
Los resortes fueron un canto de aves comparado con lo que pasó después: un ruido impresionante de succiones comenzó a asustarlos. No era normal: nunca habían escuchado algo así. Fue como si una enorme ventosa, pero enorme, se adhiriera a una superficie mojada y empezara a chuparla. Los niños lloraron espantados, sin que nadie se atreviera a explicarles de dónde venía el sonido, el cual aumentaba en volumen y su ritmo en velocidad.
De pronto, un suspiro interminable, ensordecedor. Después: silencio. Silencio absoluto, súbito, como cuando se ha ido un huracán.
Un olor marino se esparció en el aire.
Semblanza:
Liliana Alarcón (Estado de México, 1983) es escritora independiente, egresada de la UNAM. Pasional, enemiga del tiempo y rencorosa hasta el empacho. Produce poesía respondiendo a una necesidad del alma.