Ahí sigue ese ruido. No es como una distorsión. Es un silbido agudo y constante. A veces lo olvido. A veces resuena hasta hacer que no entienda lo que me dicen mis alumnos o lo que me preguntan en la calle. Afuera una alarma se dispara apenas pasa una moto con un resonador que expresa carencias que no me interesa discutir. Sin descanso, el silbido va tragando capas de sonidos. Alguien me toca el hombro.
—Profe, ¿sí o no?
—¿De qué me habla?
—¡Ay, profe!, lo que le acabo de preguntar sobre la tarea para la otra semana.
—Repítame que no le entiendo con el tapabocas.
Miro el rostro de la joven y además de esos pequeños movimientos de unas cejas muy delgadas, casi inexistentes, sigo sin entender la mayoría de las cosas que me dice. Le doy las indicaciones requeridas y procedo a salir del salón. No sé si ese ruido como interferencia en el salón es que hay más preguntas o que hablan entre ellos. No me importa. Me voy.
En el bus el silbido se va haciendo cada vez más una pared sonora que me va alejando de los demás. A mi lado una pareja de chicos discute mientras uno teclea en el celular con frenetismo. Al frente, una madre joven tratando de calmar a su cría. Escucho que grita y berrea pero no sé si hay coherencia o solo es bulla. Al fondo del bus alguien canta o rapea o declama o simplemente se expresa. No sé. Quizás tampoco me importa. No recuerdo cuándo empezó el silbido pero estoy seguro de que fue la vacuna.
—¿Sí me sirve?
—¿El qué?
—Este bus.
—No lo sé. Lo siento.
Aquel rostro iracundo se me queda viendo con el deseo de azotarme a golpes o quizás varios insultos atorados. Si al menos pudiera verles la boca, seguramente podría responder lo que preguntan, pero ahí están, vigilándonos en todo momento.
No sabíamos en qué consistía una pandemia. Se necesitaban decisiones rápidas y así se tomaron. No nos mató un virus. Nos fue matando lentamente el hambre y la desesperación. En las noticias decían que los hospitales no daban abasto pero nunca vi uno con mis propios ojos. En este país de filas jamás vi una a la entrada de un hospital. Nos fuimos cansando. La “nueva vida” no era otra cosa que la misma de siempre con menos derechos y más miedo. De repente, como todo en esta ciudad, aparecieron los vigilantes.
Antes entraba al apartamento y me recibía un silencio que me erizaba el cuerpo. El chico encerrado en su cuarto, tal vez escuchando música o viendo porno o cosas que que no quiero pensar. Mi mujer llega tarde en la noche. No hay perros. No hay gatos. No hay loros. No hay Alexa. Abro la puerta y es asfixiarme con ese ruido constante en mi cabeza. Es en estéreo. Si me tapo los oídos se me va calentando la cabeza. Hago todo el ruido posible, arrojo el maletín al suelo contra la mesa del comedor, zapateo duro como quitando el barro de la calle, carraspeo, toso, estornudo y le grito a las paredes a ver si mi hijo responde. Enciendo el televisor. Pongo música. La cafetera y la tostadora. Licúo frutas con granola. Una mano en mi codo me paraliza.
—¿Qué haces, papá?
—Preparo la cena.
—¿Por qué no me respondes?
—¿Qué cosa?
—Tú siempre me ignoras. Y bájale al televisor que los vecinos vuelven y se quejan.
No me da tiempo de responderle. Se va. Escucho un golpe seco. Miro al televisor y veo la pantalla con la distorsión de mi cabeza. Me acerco hasta quedar junto a los parlantes. No sé qué dicen. Ruido. Sonido. Silbido. Grito pero no me escucho. Todo el comedor se ha convertido en una almohada gigante que ahoga todo lo que resuena. Dejo caer los vasos, tumbo las sillas, golpeo la pared. Todo ha perdido su característico sonido. Cierro los ojos y los aprieto. Tapo mis oídos con las manos. Me agacho y me concentro. Busco un sonido que no sea el silbido. Allá. Muy en el fondo. Algo diferente. ¿Qué es? Parecen latidos. Es como un líquido que raspa una superficie. Es como el sonido de las olas de un mar picado. Es el agua estrellándoselo contra la arena compacta. Abro los ojos porque quiero compartir este sentimiento y mi hijo me mira y llora y a mi lado el vecino con el brazo levantado. Se apaga el silbido.