El día que Mariana me llamó ya llevaba una semana sin levantarme de la cama. Me había ido hundiendo en la pasividad del departamento y para entonces ya era una planta más a la que tampoco le daba el sol.
Había fingido alegría con la llamada de mi sobrina, porque hizo que me levantara para preparar una maleta y le prometiera ir a visitarla. Hacía seis meses que había muerto su madre. Mi prima, después de caer en el silencio de una enfermedad terminal, nos había dejado con la familia hecha un desastre. Le lloré mucho al principio y después me fui quedando en silencio, como cada madrugada, mientras la recordaba sin poder dormir.
Tenía miedo a terminar de empacar mi maleta y que eso significara irme. Boté todo a un lado a las dos de la mañana. En la sala, en la cocina, en cada habitación a la que entraba me recibía el desorden que había dejado acumular durante semanas sin remedio.
Después de no poder saciarme con cigarros ni calmarme las ansias, empaqué la última prenda a las tres de la mañana. Esa noche soñé con mi prima y su marido, con la noche en que los había escuchado discutir sobre su relación. Ella tenía treinta y ocho y una desesperación en el fondo del cuerpo. Me había contado algunas cosas, otras las escuché a escondidas. Él quería dejarla, pero no pensaba irse de la casa. Ella ya estaba enferma, pero no le había contado a nadie más que a mí. A veces, cada una por su parte, deseamos que él se hubiera ido antes de enterarse. Pero el caos empezó antes de que eso sucediera y nos había ido removiendo desde el fondo, de a poco y en silencio.
Apenas llegué a la casa Mariana se lanzó a mis brazos mientras me decía cuánto me extrañaba. Ya tenía diecisiete y cada vez le encontraba más parecido con mi prima. Fue un alivio saber que su padre no estaba en ese momento, así que fui a desempacar sin tener que saludarlo o pretender que me alegraba verlo. Viví en esa casa algunos meses en el pasado, todo en la habitación estaba como lo había dejado.
Para la hora de la cena, él llegó con una caja de postres, como la que le compraba a mi prima de vez en cuando y los compartimos con una alegría fingida. Él y yo, al menos, porque Mariana era la única que se alegraba de tenerme ahí, y me reclamaba con cierto cariño que la visitara más seguido; no tenía excusas para negarme.
Esa misma noche, cuando Mariana ya se había ido a dormir yo seguía dando vueltas en la habitación. Sentía un calor sofocante que no lograba apaciguar ni con la ventana abierta. Para cuando decidí salir por agua para refrescarme él debió escucharme porque en nada apareció por la puerta de la cocina y me siguió hasta donde estaba.
—¿Cuántos días te vas a quedar?
Ante el tono de su voz me limité a encoger los hombros.
—Vine porque Mariana me lo pidió, no sé si la estás tratando mal o por qué se siente tan sola, así que mejor no me reclames —le respondí.
Me arrebató el vaso con agua de las manos y se me acercó lo suficiente para que pudiera susurrarme como si no quisiera que ni el aire lo escuchara.
—Vete mañana y no le digas nada.
—¿Tú crees que yo quiero estar aquí? ¿Verte? No puedo dormir, siento que no respiro.
—No soporto tenerte cerca.
Al fondo de la cocina, de pronto, reconocí la silueta oscura que ya me había visitado antes y una punzada helada me recorrió la columna.
—No me toques —dije sin saber a quién me dirigía, pero él se me acercó con sus manos toscas y las puso sobre mi cuerpo y mi pijama ligera, sobre mis brazos descubiertos, sobre mi cabello suelto y quiso acercarme a él y yo quise besarlo.
Me contuve apenas cuando sentí que me faltaba el aire y lo alejé de mí lo suficiente para poder salir de la cocina e irme de prisa a la habitación.
Me encerré en el cuarto con la respiración agitada y otra vez la silueta se formó, ahora en la esquina más alejada, cerca del clóset donde habían guardado las viejas cosas de ella.
—Perdóname —solté.
Las luces perdieron intensidad y sentí que me sofocaba, tuve que acercarme a la ventana para tomar la brisa de la madrugada que apenas me apaciguó.
Detrás de mí sentí que la habitación se removía, que ella me observaba, y recordé las manos de él sobre mi cuerpo, las tardes a escondidas, pero también las mañanas en las que ella me confesaba sus pesares y me suplicaba por el apoyo que ya no recibía de él. Sentí que me mareaba y luego que algo me jalaba de vuelta a la habitación. Tropecé con algo y caí al piso, luego me arrojé hacia la pared bajo la ventana al ver el fantasma de mi prima observándome con un par de ojos terribles desde la entrada de la habitación.
—¿Por qué? —me dijo y me solté a llorar.
—No quería —le dije—, ¡no quería!
Ella se me acercó y empezó a sacudirme por los hombros, aterradas las dos, me puse a gritar. Le grité que no quería, que nosotros la habíamos matado, que nosotros merecíamos morir y ella se puso a llorar.
—¡Qué dices! —me gritó y se cubrió el rostro con las manos. Sentí que me desvanecía.
—¡Perdóname! —volví a decir y sus sollozos me bajaron la temperatura de golpe. Lloró como una niña.
Mariana se me aventó encima a reclamos y lo último que supe fue que me golpeaba la cabeza contra la pared mientras el fantasma de mi prima nos observaba.