Siempre supe que me moriría de un balazo; siempre supe que no llegaría muy lejos; que el cielo se me caería encima. En esta profesión eso sucede. Así que siempre lo asumí como cierto. Antes, muy antes, yo de veras que todo lo veía, como dicen, de rosa, aunque fuera difícil pa uno, porque por acá donde se anda hay que obedecer y callarse. Yo hice eso desde siempre: a la vida la obedecí y me callé los labios; soldados como los aceros en la obra; pegados como el ladrillo con el bloque. De nada me quejaba. Y nada me sucedía. Porque allá en Temazcalpanta no había mucho. Tan solo harto rechinar de dientes, harto polvo acumulado entre sus calles y uno que otro cerro mocho. El viento llegaba como de chiripa. Llegaba a morirse, como quien dice. Pero había que echarle ganas. No dejarse apretar por Temaz: uno se callaba, obedecía a las tripas y salía a calmarlas con cualquier jalecito.
Por donde se le quisiera ver algo digno al pueblo uno se topaba con pared. Pero pared de carne, porque ahí parecía que todas las gentes estaban juntitas, inmóviles, duras, más fijas de lo normal, como si hubieran echado raíces bien debajo de la tierra y formaran una barrera de ocio y malestar. Como la pinche Doña Maricú, que jamás se movió de una de las bancas de la Plaza. Loquita parecía. Y las gentes decían que nació justo encima de ella. Yo ya no sé qué creer. Ni cuando los malitos se movió de ahí.
Cuando comenzó la tronadera de balas y pólvora, la primera vez, que llegaron a tomarnos, el pueblo se puso retepinche. No por la violencia, pero porque poco a poco todos se fueron yendo con ellos. Todos los morros andaban vestidos iguales, cargando fuscas, pegándole acá a la chingonada. Y ¿los jalecitos que mejor pagaban?, pos con ellos. La única calle del pueblo que corría con gente, la Bicentenario, donde habían construido hace poco la Plaza, habitaba vacía en el día: bien solita se quedaba. Ya nadie se paraba en su parque; los comercios como el de la Gertrudis cerraron; y todos esos otros abarrotes que sobrevivían a los OXXOs fueron yéndose como pajarracos asustados. ¿Pa donde? Sepa. Pero ya no estaban. Todas las casas que rodeaban a la Bicentenario se utilizaban pa esto y pa lo otro.
Derrepe salía un trabajito allá en la ciudad. De ida y vuelta nos íbamos los que le sabíamos a la construcción; los que todavía nos hacíamos del diente duro con el narco; los que todavía nos hacíamos los rectos, pues. Más muerto quedaba el pueblo. Si se puede estar más muerto que la muerte, así se miraba el pueblo; algo así como nopal arrancado, pisoteado y seco. Ya en la noche era otra historia. Pero en el día, nada. A veces lo único con vida era la Maricú. De veras que sí.
Y si soy honesto, sí estaba toda arrugada, a punto de drenarse. Creo que por eso se quedaba siempre en su lugar. Pero su nieta fue otro cuento. La Lupe. Ay, la Lupe. Con ella yo me hice hombrecito.
Estábamos en La Hojalata. Regresaba de la ciudad. Me había desocupado temprano de la obra, porque jalaba hasta el día en que dios descansa, y dios mediante: no es queja, pero pos me habría gustado tener un descansito, ahora que lo pienso. Yo ya iba como en mi cuarto trago cuando sonó recio el acordeón del Turru. Eh, Turrumiates, pero trépele bien si le va a trepar, le gritaban. Sí señor, viene deai, y el Turru empezaba a ahorcar y a estirar su acordeón. Sonaba rechido, la verdad; y se agarraba toque y toque, como si lo tuviera que escuchar hasta la misma luna; y así tocaba este y otro corrido, hasta que algún vato tuviera ganas de conocer la cara de otro con su puño.
Había dado la Lupe de pura casualidad. Ella salía de sus labores en el rancho de San Isidro, y como era domingo, los patrones se habían regresado a la ciudad. Me la topé cruzando la Plaza. Venía de la parroquia. De escuchar misa. No puedo, me dijo cuando la invité a La Hojalata. Anda pues, pa que veas que se está mejor en estas catedrales mías que en las tuyas, le dije. Y yo creo que fue esa sonrisa que le saqué lo que la animó a echar las caderas.
Bebimos y bailamos como si en la misa la Lupe se hubiera ganado treinta indulgencias; ya más noche… pues ni mil indulgencias hubieren alcanzado a borrar tanto pecado, porque de veras que sí: no nos quedamos cortos en nada. Y no es pa presumir. Me hice hombrecito. Y varias veces. Toda la noche, toda la madrugada, hasta que el gallo se cansó de cacarear. La Lupe se había asustado tanto de sí misma que se fue corriendo con la vergüenza pintadota en la cara, según me había dicho el Guillis, que me encontró todo desparramado y guango en el cuarto que yo rentaba.
Ya no la volví a ver. Cómo me gustaría verla de nuevo.
El Guillis fue de los primeros en jalar pa ellos. Lo seguía viendo seguido, aunque no tanto como antes. Esa vez entró alborotado de a madre. Me sacudió pa que me levantara. Le pregunté que qué quería tan temprano, que cómo jodía, que mejor ni se parara en Temaz, porque ya sabía a lo que venía: hartas veces me había insistido que me fuera a jalar con su banda. Yo estaba crudo crudo como hígado de cerdo.
Dicho y hecho: me dijo que el Zapata vendría ese día a reclutar pa un jalecito bastante bueno; que si le quería entrar. Me insistió tanto que dije, chingesu, sí señor, cómo no, porque ya me sentía hombre suficiente cómo pa aventarme con esos otros. La mera verdad es que también estaba reharto del jodido Temaz. Nos agarramos pues hacia Bicentenario.
Ahí conocí por primera vez al méndigo de Zapata. ¿Tú eres el primo del Guillis? Sí, señor, contesté. Me dice que eres buen albañil. Sí, señor, dije.
Nos fuimos de Temaz en su camioneta. Montados atrás. Y Temaz se me figuró, al fin, lleno de colores, con vida, grande, como si el horizonte lo desenterrara desde las entrañas de la tierra.
Estuve un año en Tijuana, donde cavé chingos de fosas. Pero no eran fosas cualquieras: estas las recubríamos de cemento. Sepa pa qué. Otro de los jales que hacíamos era construir túneles. Pa salir por si se ponía fea la cosa y pa mover la droga. Esos fueron cuatro, nomás, porque el quinto lo dejé a medias. La marina dio con nosotros y se armaron los cachazos. Yo corrí a prisa a donde me habían dicho que corriera. Todos nos llevamos un susto y el pobre de Yorsh unas cuatro o cinco balas.
De ahí me trajeron pa ca, porque yo y otros güeyes éramos los únicos que podíamos hacer túneles tan precisos, angostísimos. Cabíamos dos personas. Y no le muevas. Hasta pa construirlo teníamos que estar casi montados sobre el otro. No sé a dónde lo querían conectar. Nunca nos dijeron.
El Guillis se había rehusado a trabajar ese jale que porque no era marica y no quería trabajar de ese modo, con otro pegadito a él. Además ya se había cansado de machetear a banda, y enterrarlos, y disolverlos y no sé qué tantas otras cosas hacía el pinche Guillis sin que le dieran su “debido respeto”, según dijo. Le dispararon que porque el maricón era otro. ¿Muy hombrecito?, le preguntó el Zapata, y le tronó dos balazos en la jeta, ahí frente a todos. Todo desparramado quedó mi primo. Aquí nadie se niega a lo que digamos, me escucharon, pinches perros, nos dijo a los otros que estábamos ahí. Sí, señor, respondimos. Yo no me iba a echar a llorar porque yo todavía quería seguir viviendo mejor de como en Temaz. Así que recordé todo ese tiempo en que traje los labios como soldados uno a otro y así me quedé. Y llegué aquí, a este mi último túnel.
La única luz que teníamos era una linterna que poníamos al costado. De ahí en fuera, pura noche sumergida, grietas de cemento fresco y tierra húmeda en los ojos. Íbamos a la mitad cuando el Zapata gritó pélense, perros, ya valió verga. El eco de la voz ahogada rebotó. Y nos llegó como un chillido. No tardó en que allá arriba se pusiera la cosa fea. Vimos el túnel detrás de nosotros, el que habíamos cavado, moldeado, con nuestras mismas manos, deslavado. Escuchamos cómo cayeron todos los del cártel: el Zapata, el Chiquis, los Cuates, y la Oruga. Todos con su grito, seguido de silencio.
De eso ya hace cuatro días; cuatro días de sabernos de memoria la respiración del otro, aferrados a rascar la tierra con la uña, y de no mover mucho el pescuezo; cuatro días orando pa que llegaran a sacarnos. Hace rato fue cuando me dijo el Chuto que mejor le pegara un balazo, que ya no aguantaba el hambre, ni la tierra, ni la desesperación. Sin chistar dije sí, señor, de esta yo lo salvo, y le pegué un tiro. Así que siempre supe que me moriría de un balazo, pero nunca imaginé que me lo daría yo mismo sepultado antes de la muerte.
Semblanza:
Es Licenciado en Derecho por la Universidad de Monterrey y Maestro en Estudios Avanzados de Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Barcelona. Es fundador y director general de VOCANOVA, donde ha publicado y editado más de 200 textos. En ella han colaborado diversos autores, como Julio Mejía III —autor de Balón de Oro—, Iveth Luna Flores —ganadora del Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal- y Mariana Ortiz Joachin —becaria del FONCA en el área de ensayo creativo—. Como autor ha publicado diversos poemas y ensayos (bajo nombre propio y bajo seudónimo Jorge Olivera Vieden). También es fundador y director del sitio periodístico totopo.mx.