Mi abuela me detestaba. Nunca entendí por qué. De niño mis padres se iban al campo a trabajar temprano, y me dejaban a su cuidado. Ella nunca me llamaba por mi nombre, me decía siempre sajra, y yo no entendía esa palabra. Ella se molestaba cuando le contestaba en otra lengua que no sea el quechua. Me decía «cállate, desgraciado», y después de la frase escupía en mis pies descalzos.
Por las mañanas me pedía traer leña del bosque, «anda, Sajra» me decía, «anda y ten cuidado con las serpientes, no quiero que se mueran envenenadas al probar tu sangre». A cualquier niño le daría miedo caminar solo por el bosque, sin saber con qué cosas se encontraría. Pero a mí no. Yo me sentía feliz cada vez que tenía la oportunidad de alejarme de mi abuela. Para mí, ella era el verdadero monstruo.
Me gustaba jugar entre los árboles del bosque, trepar sus ramas, quedarme en lo más alto y observar los campos de maíz, las casitas alejadas entre las montañas. Una vez mientras exploraba sus senderos, apareció en mi camino un pequeño gato de lomo negro y pancita blanca, y me enamoré de él al instante. Sabía que no podía llevarlo a casa, ya que a mi abuela no le gustaban los animales. Así que en el bosque, en la misma zona que lo encontré, le hice una casita con ramas, le puse un plato de comida, y otro de agua. Lo llamé Felipe. Todos los días iba al bosque para jugar con Felipe, y todos los días él me esperaba en el mismo lugar, contento. Siempre lo dejaba dormido para que no me siguiera a la casa de mi abuela. Ya en casa, mi abuela me recibía con una frase como «otro día que regresas vivo», agarraba la leña que le traía del bosque y empezaba a prender su fogón para preparar el almuerzo.
Pasaron los días, las semanas, los meses. Y Felipe crecía como un felino grande, dueño de todo el bosque. Me sentía tan feliz entre los árboles, entre los senderos, y mi gato Felipe, que me ponía a dormir con él bajo la sombra de los árboles, hasta antes que llegara el mediodía.
Entonces cometí el gran error de dormir más de lo permitido. Aún no había reunido la suficiente cantidad de leña y por la posición del sol, sabía que ya había pasado hace mucho el mediodía. Corrí a toda prisa a la casa con la poca leña que tenía. Al entrar mi abuela estaba furiosa ya que no podía prender el fogón por falta de leña, y era muy tarde. «¿Dónde has estado demonio? ¡Sajra, maldito!», me decía, y yo estaba mudo, intentando no mearme en los pantalones. Mi abuela estaba colorada, enojada porque tenía hambre y aún no había podido cocinar, «¡mejor no hubieses vuelto nunca, mejor es que te quedaras muerto en el bosque!», me gritó, y yo no soportaba más, quería llorar pero me aguantaba, y mi abuela me jalaba del pelo, y no podía aguantar más, y empecé a sentir un chorro de líquido caliente por mi entrepierna. Sentía con mucho dolor las bofetadas secas que caían en mis mejillas, y en un abrir y cerrar de ojos estuve en el suelo, llorando, sintiendo que el cielo se caía, que todo se oscurecía; y mi abuela gritando, tan fuerte, que el viento callaba, que el tiempo se detenía, y yo ahí esperando a que llegue la noche para encontrarme con mi mamá que llegaba cansada y se dormía conmigo en la cama pequeña cerca a la cama de mi abuela, quien en estos momentos me empieza a azotar con un atado pequeño de leña.
Hubo una pausa. Mi abuela y yo escuchamos un maullido, y yo deseé con todas mis ansias que no sea Felipe. Que no sea Felipe, por favor, no. Y mi abuela salió a la entrada de la casa y volvióSjra agarrando del cogote a Felipe. Mi pequeño Felipe. «Mira quién te siguió hasta aquí», me dijo riéndose, y yo, no sé de dónde, pero inflé mis pulmones endebles, y le dije: «¡ya suéltalo!», y ella lo agarró fuerte del cuello y Felipe me miraba con sus ojos dilatados, moviendo sus patas con desesperación, mientras mi abuela lo estrangulaba, y sus patas, sus patas, se movían cada vez más rápido, hasta que quedó tieso, y no volvió a abrir de nuevo sus ojos.
Me levanté del suelo. Y salí de la casa corriendo. No quise volver jamás, no quise volver a ver a mi abuela nunca más. Ya no quería seguir viviendo. No me importaba correr con los pantalones mojados, con las mejillas rojas, con mi cabello revuelto, con mi alma rota. Tan solo quería estar en el bosque, solo, solo, y con el recuerdo de Felipe, hasta que la noche me envuelva con su manto oscuro y frío en todo mi cuerpo. Hasta que las aves estén en silencio, hasta que mis ojos no se abran nunca más.
Semblanza:
Alexander Vargas Aguilar (Tacna, Perú, 1997). Estudia Derecho en la Universidad Privada de Tacna. Ha ganado uno de los primeros puestos en los juegos florales, en la categoría cuento (2016), organizado por dicha universidad. Actualmente trabaja en su primer libro de poemas.