En mi cumpleaños cuarenta y dos ordené muñecas nuevas por Aliexpress. Diferentes formatos: vestidito azul y medias, otra de trencitas con calzoncillos de algodón y una con maquillaje, pestañas postizas y el cabello alisado. Todas castañas con piel clara. En menos de dos días ya se encontraban en mi cama mirando con ternura cómo me crecía en sus naricitas de tobogán. Cuidaba de no salpicar su ropa, ya no la venden por separado.
Durante este episodio apocalíptico, me he puesto frenético. Ya no puedo visitar los colegios a la hora de la salida. Los salones de fiestas infantiles están cerrados. Las tiendas de ropa ya no son tan frecuentadas por las madres solteras y sus hijas con cubrebocas diminutos. Las escuelas empezaron a dar clases virtuales en Zoom, una plataforma en línea. Se me han dificultado un poco las cosas, tengo miedo de abrir la computadora y navegar en internet. Me siento tentado a no despegarme de la computadora; no quiero levantar la mínima sospecha de la policía cibernética. Si bien es cierto, nada más es un delirio. De todas formas mis búsquedas no son implacables, es fácil seguir el rastro de cualquier persona hoy en día.
En un principio me adentré en las plataformas de citas para madres solteras. Conversaba un poco y preguntaba por sus hijas. No siempre funciona, pero luego sólo hace falta mirar su perfil en instagram para encontrar cientos de fotografías de sus hijos jugando en el parque, desayunando en piyamas, con el uniforme escolar. Encima, depositan su ubicación al pie de la foto. Simple. No hay mucho que buscar. Se ha reducido la probabilidad de que la gente salga con la misma confianza. Soy diabético, lo cual es un grave riesgo para mi salud aventurarme allá afuera. Sin embargo, un hombre es un hombre. Requiere sus propios vicios. No bebo, no fumo. Un hombre ha de tener cierto vicio. El encierro me ha aportado de mañas cada vez más difíciles de justificar. Desde mi cumpleaños número cuarenta y dos se han vuelto más frecuentes mis pedidos por Aliexpress. Me he vuelto cada vez más desenvuelto. ¿Ya le toca ir a ver a sus niñas, verdad, vecino? La primera vez que escuché el comentario me atraganté. Debe consentirlas muchísimo, siempre le compra regalos tan bonitos. ¿Qué edad tienen, por cierto? Así fue como empezó a manifestarse mi segunda vida, paralela a ésta, donde mi mujer me abandonó y se llevó a mis hijas y actualmente peleo la custodia, a pesar su alcoholismo y los cambios de humor, intenta comprar al juez. En fin, cada día tuve que ir más hacia el detalle.
Desde entonces nada nuevo. Solo me golpeo los nudillos en la pared las veces que desespero en mi necesidad de contacto. El roce de un calzón, acariciar una mano pequeña que se aferra a mi dedo índice, las bombas de saliva, los pechos planos como tabla, el olor dulzón a frambuesa de los champús para niñas. Zapatitos de charol. calcetines con borlitas, moños, piel suave y delicada, perfumes de vainilla, excreciones infantiles. Estómagos abultados, sonrisas simples, ventanitas en los dientes.
Mi hermana Gloria, tocó a mi puerta un día que había ido de compras al supermercado. Me llamó por teléfono: Bro, ¿estás en casa? Dime, por favor, que andas por aquí cerca. Estoy en tu puerta. Regresé lo más rápido que pude, sin la despensa. Qué bueno que ya llegaste, me pasó algo extrañísimo mientras esperaba. Tu vecina me llamó gata, maldita borracha y cosa semejante. ¡El niño estaba escuchando! (Apuntó a Manuelito, mi sobrino) Contesté: está loca la vecina y desvié la atención del asunto. Pasen.
Necesito un favor. Las peores conversaciones empiezan con ese mismo enunciado, pero no repliqué. ¿Puedes cuidar al niño? Namás en lo que voy a la oficina y regreso. En realidad era mala idea, pero refunfuñe y esperé a que arrojará todos sus argumentos. Accedí con los brazos cruzados. Bueno, te portas bien, mi amor y obedeces a tu tío.