Mi mayor ambición en la vida era casarme. A pesar del divorcio de mis padres, creía en el matrimonio.
Dos meses antes de mi boda, regresaba a casa de un viaje de negocios. Un hermoso departamento en la Condesa, donde vivíamos mi prometido Julián y yo, en el que teníamos una pared llena de discos de vinilo, y fotografías de ambos abrazados al pie del Louvre, besándonos bajo los árboles de cerezo en Tokio y de la pedida de mano bajo la aurora boreal en la Isla Feroe. Por toda la sala, donde nos tirábamos en la alfombra a ver los dramas coreanos, estaban también los regalos que le había hecho a Julián: jarrones de arcilla y cerámica y cuadros de paisajes que pinté en óleo. Sin aviso sobre mi llegada anticipada, quise sorprenderlo y me escondí en el clóset de nuestra habitación.
Un par de minutos más tarde lo escuché entrar; después, gemidos. Por las rendijas logré ver a Julián hincado, frente al tío Carlos —cuñado de papá—, quien tenía el pantalón a los tobillos. Azoté las puertas del armario y los tres nos miramos petrificados.
Cancelé todo. Regresé a vivir a casa de mamá, en Monterrey, donde el fracaso matrimonial es tema para todo el mundo, te conozcan o no. Mientras que papá, como era de esperarse, mandó un único mensaje: Ok. DTB[1], junto a un emoji de pulgar arriba. Aquel duelo me llevó a cuestionar mi realidad, el entorno, mis decisiones y prioridades: lo que había creído. La obligación de cumplir con las expectativas sociales del deber ser, qué vestir, qué decir, cómo actuar. Todo eso me mareaba.
Al pasar el año, días antes de la cena de Noche Buena, recibí un mensaje por parte de la tía Azucena, hermana de papá. «Sobri, están invitados a la cena navideña, será en casa de tu abuela. ¡Ay, disculpa! La costumbre, quise decir: estás».
Recordé cuando tenía seis años y, en un cumpleaños de mamá, la encontré en el baño de casa de la abuela, tallando su precioso vestido de flores rosas con fondo blanco de satín. Me mortifiqué, pero mamá trató de explicarme que había sido un accidente. Tía Azucena cayó por accidente sobre mí con su copa de vino. Después de arruinarle el día a mamá con comentarios pasivo-agresivos, la tía Azucena se despidió con una sonrisa amplia, de oreja a oreja, y gritando: ¡Dios las bendiga!
Decidí asistir sola, pues papá celebraba esas fechas ahora con la familia de su nueva pareja, y a pesar de lo sucedido con el tío Carlos, de la áspera y filosa lengua de la tía Azucena y del poco apoyo familiar que me brindaron cuando mis padres se divorciaron, yo estaba dispuesta a perdonarlo todo. A final del día son mis familiares, la sangre paternal nos une. Pero esa noche nadie me escuchó al entrar.
La casa estaba casi a oscuras y se oían las voces y risas de la familia —tía Azucena, hermana de papá, su esposo Carlos, el tío Manuel, hermano de papá y su esposa Raquel—, provenientes de la cocina.
—¿Cómo pudo Constanza cancelar su boda? —reconocí la voz de la tía Azucena.
—Seguro la dejaron por gorda —dijo la tía Raquel. Una mujer guapísima que hasta en ropa de gimnasio y sin maquillaje lucía espléndida. Siempre bien peinada, vestida, delgada, pero con curvas. Solía decirle a mamá que debía de cuidarse más, porque los hombres odian a las mujeres desaliñadas—. Le dije que usara las cremas que le regalé, que hiciera ejercicio y dieta. Hasta la inscribí en la clase de prueba de spinning. Ya una mujer a esa edad y en esas carnes, batalla en encontrar marido.
—O salió igual de puta que su mamá —respondió el tío Manuel.
—O salió machorra —dijo la tía Azucena, y todos se rieron. Al final, hicieron sus apuestas: a) Me dejaron por gorda y fodonga. b) Por puta. c) Por lesbiana.
Sentí tristeza y la decepción comenzó a apilarse en mi garganta como piedras, cada una con dedicatoria, listas para ser lanzadas. El odio me consumió. Me limpié las lágrimas de mis mejillas y caminé con una sonrisa fingida, al comedor. Solo saludé con un beso en la frente a la abuela, que por su Alzheimer avanzado no podía moverse o hablar, estaba sentada en su silla de ruedas. Aunque me pareció notar una sutil sonrisa como de Gioconda, como si me reconociera. Mis primos y primas, todos casados, pasaban esa fecha con sus familias políticas. Verlos a todos ahí felices, con sus mentiras bajo maquillaje, su buen vestir, sus argollas de matrimonio, convirtieron mi boca en cañón preparado para apuntar. Entonces, antes de cenar, me ofrecí para hacer el brindis.
—El primer brindis va por tía Raquel —dije con ironía al verter vino en las copas—. Cuando llegue a tu edad, tía, espero verme así: todo un trofeo de mujer. Seguí tu recomendación y fui a las clases de spinning, esas que tanto me recomendaste…
—¿En serio, Constanza? Nunca te he visto ahí… —Raquel sonrío con falsa modestia.
—Lo sé, como también sé que al menos de que hiciéramos un trío dentro del coche del entrenador, sé que sí me hubieras notado —respondí y el silencio se apoderó del comedor.
Las miradas se cruzaron, cargadas de sorpresa y culpa. Después me dirigí al tío Manuel:
—Tío, tampoco eres monedita de oro… —El tío Manuel me lanzó una mirada fulminante. Como si quisiera lanzarme algún rayo o maldición para que no pudiera hablar—. También tienes una amante, ¿cómo se llama la hija de tu vecina?
La primera bomba explotó. El comedor se tiñó en una mezcla de rabia y vergüenza, en donde el silencio no tuvo más espacio. Sabía desde hace un tiempo que el tío Manuel tenía por amante a la hija de su vecina, Tamara, quien era mi amiga de la universidad.
Hace un mes Tamara me citó en una cafetería. Nuestra charla duró seis horas. “Bueno, amiga, ya llegaron por mí”, me dijo y se despidió con un beso en la mejilla. “¿El güey del que me contaste?”, le pregunté. “Sí, es aquel de la camioneta blanca”, lo señaló. Los vidrios de la Ford blanca estaban polarizados, y esa no suele ser muy buena señal al norte del país. Me insistió en que la acompañara al coche; moría por presentármelo. Al abrir la puerta del copiloto, lo vi… Era mi tío Manuel. Trató de mantener congelada su sonrisa falsa, mientras que su mirada era de preocupación. Al día siguiente, me escribió por mensaje el tío Manuel: “Constanza, tenemos que hablar”. No respondí.
—¡Cómo pudiste, Manuel! ¡Tiene la edad de nuestra hija! ¡Eres un enfermo! —dijo
histérica tía Raquel.
—¿Yo? ¡Cómo pudiste acostarte con el imbécil del entrenador! —dijo neurótico el tío
Manuel, golpeando la mesa—. ¡Me das asco! ¡Eres una puta!
—En otras noticias… —interrumpí con mi ironía el caos y volteé a ver a tía Azucena—. Lamento informarles que no cancelé mi compromiso por gorda o puta o lesbiana, sino porque a mi exprometido lo encontré en plena intimidad con un hombre… —miré al tío Carlos.
El tío Carlos estaba sudando por los nervios, mientras que la tía Azucena lo miró con desconcierto, se levantó pálida frente a la mesa, agachó la mirada y señaló los zapatos del tío Carlos, y los arqueos comenzaron hasta que por fin, regurgitó. Empezó a tambalearse, se aferró al mantel de la mesa antes de caer y tirar toda la vajilla y cristalería, finísima traída de
Italia, desmayándose sobre su propio vómito.
—¡Azucena, respira! —gritaba el tío Carlos, dándole golpecitos en la mejilla.
—¿Hace cuánto te estás metiendo con la puta de la vecina, Manuel?—reclamaba entre sollozos la tía Raquel.
—¡Azucena, por favor! Tenemos que hablar —El tío Carlos ventilaba con un periódico a su esposa.
—¡Olvídalo! —gritó la tía Raquel, con la cara manchada de rímel negro—. Y nada más para que lo sepas, he tenido el mejor sexo de mi vida con él, que contigo.
—¿Ah, sí? Pues desde hace mucho yo también he tenido mejor sexo con ella que contigo —reclamó enrojecido el tío Manuel—. ¡Tiene mejores nalgas que las tuyas!
—¡Suéltame! —gritó al despertar la tía Azucena, empujando al tío Carlos—. ¡Habíamos acordado que nunca te meterías con los hombres de esta familia!
—¡Azucena, escúchame, por favor! —imploraba el tío Carlos.
—Y esos zapatos… —señaló la tía Azucena, para después llevarse sus manos a su cabeza, para agarrar y jalar con fuerza unos mechones de su cabello—. Y la carta que encontré dentro de la caja: “Te amo, gordo”. ¡Dijiste que tu madre te los había obsequiado!
Los gritos, insultos, las lágrimas, el drama total, siguió mientras yo me retiraba en medio del caos junto a la abuela, que estaba en silla de ruedas, e intactas, nos fuimos a su habitación a cenar. Encerradas, a solas, me disculpé con ella por lo ocasionado cuando le daba de comer. Llorando, sentí la mano de mi abuela tomar la mía, y en un momento de lucidez milagroso, y en voz muy queda, dijo: “Hay ciertas personas, que siempre será mejor pagarles con la misma moneda”. Y pude ver con claridad la sonrisa en su rostro.
Cuando el silencio regresó a la casa, me aproximé cautelosa al comedor. Todos limpiaban el desastre y comenzaban a reírse. Llegó la hora de irse. Yo abrí otra botella de vino para despedirlos en la puerta. La tía Raquel ya se había retocado el maquillaje, el tío Manuel había recuperado su tono de piel. La tía Azucena iba con la espalda embadurnada en restos de su vómito, tomada de la mano del tío Carlos. Estando lejos, la tía Azucena volteó con una sonrisa de oreja a oreja, pero antes de que pudiera decirlo, lo grité yo: ¡Que Dios nos bendiga a todos!
[1] Dios te bendiga.