En aquel entonces lo ignoraba. Hoy, entré al cuarto y sobre el buró, inerte como si la cómoda fuera un altar, lucia inquisitivo el libro: el poemario de Francisco Paniagua que compré aquella tarde mientras vagaba con otra que no era Eréndira. Hoy entiendo que ese libro llevaba su nombre. Lamento no haberlo guardado para ella. Lo lamento principalmente porque me dejé llevar por la nostalgia de un amor siempre en pausa y no por el aroma tan sutil al acto de mis sentidos cuando la recordaba caminando de mi mano.
La muerte es dura, pero si se acompaña de poesía, puedes disfrazar los fatales sollozos con arrullos celestiales.
Después subí a la azotea. Cogí entre las manos algún otro libro buscando alejar el pesado espectro de mis días recientes con ella, y me postré ante la tarde lavanda que parecía alojar todas las decisiones importantes de mi vida hasta ese momento.
Alguien, algún dios que aún no conozco, pasó por las nubes una espátula; como un helado de chicle arañado por el fudereléle. Lejos se distinguía el chorro de agua de una llave que en armonía con el viento quieto llenaba una pileta junto al lomo cansado de un lavadero. Un perro, algunos niños, boleros y una caladora en una carpintería que replicaba a las 6: 30 de la tarde; sinfonía de la clase trabajadora que salpicaba todo, donde una idea cavaba un pozo en mi pecho: imaginarla con los brazos cruzando sus piernas y los ojos húmedos al pie de la cama cuando todos se hubieran marchado. Mejor busqué un trago.
Entrando a la cantina, parecía que una bomba había sido detonada dentro. Sobre las sillas de plástico, los cuerpos de los ebrios y las putas colgaban sin forma aparente; hilos de baba escurrían y el rojo del jugo de arándano simulaba la sangre de la tragedia de haber terminado con la quincena sin que la semana hubiera siquiera empezado.
Gerónimo, el mejor albañil del barrio entró con una que se hacia llamar Dafne. Saludó a todos. A mi me dio un beso con sus boludos cachetes y fue inevitable imaginar la fricción del cuero de mi verga contra las paredes de su vagina. Sabía que por el uso la presión no seria el atractivo, pero en ese momento fue justamente eso, imaginar mi pene como un bebé entre pétalos de rosa, lo que me hizo desearla a pesar de su panza; cosa extraña en mí.
La miraba y ella me miraba. Daba traguitos a la cuba, le acariciaba la oreja a Gero y me miraba de nuevo a mí.
De entre una bola donde otros cinco discutían lo que todos los borrachos discuten: hombría e influencias, surgió Titíno, riendo a carcajadas y estrechando mi mano cuando dio cuenta de mi presencia. “Están bien pendejos”, me dijo, mientras le echaba el lente a la compañera de Gero. Le grito, “si no te la vas a coger, me la cojo yo”. Contó un chiste. Dijo, “la otra vez estaba con unos camaradas. Era diciembre. Por las prisas me salí a la calle sin chamarra. Estábamos echando tragos, pero cuando dieron a las 12 el frio se sintió muy cabrón. Entonces, cuando me estaba frotando los brazos para calentarme, un pendejo me preguntó, ¿a poco no tienes frio, Titíno? Y yo le dije, que pregunta tan pendeja. ¡Claro que tengo frio buey, lo que no tengo es suéter, no ves!”. Reí a raudales, tanto que mis pómulos se entumecieron. Con la sonrisa quieta, llena del ánimo de la cantina, mi culpa creció. No podía alejar de mi cabeza el viernes pasado cuando entré a su casa. Su madre se había ido por fin después de luchar contra el cáncer: una muerte rápida. Volví a verla desvanecida en una pared con el rostro y el peinado estropeados, con el llanto ahogado, con los ojos enrojecidos.
Esa tarde las palabras se esfumaron de mi garganta y cuando me soltó, todos continuaron pasando de frente al ataúd, y ella con la mirada enterrada en el suelo.
Antes de irme, volví la cabeza, entre el mar de cuerpos, suspendida en el espacio de personas que a veces soplaban un café para enfriarlo y a veces hablaban de lo suyo, pensé en volver y para decirle como un niño de 8 años: “si quieres te presto a mi mamá, pero no estés triste”. De esos absurdos involuntarios. De esos esfuerzos mucho más egoístas que bondadosos.
Los funerales pueden ser tiránicos, insensibles, dedicados al regodeo de la concurrencia con la desgracia ajena que para el acompañamiento y el duelo.
Había pasado los últimos tres meses platicando con Eréndira de arte y sexo. Pasábamos las madrugadas poniendo canciones por el altavoz a la luz de la luna. Hablábamos bajito para que su madre no se despertara y solo una vez hicimos el amor. Después de esa tarde, cuando vino de repente a la casa mientras su madre reposaba en el hospital los estragos de la quimioterapia, corrió cuando el celular volvió a sonar.
Pasó un mes y no insistí para volver a verla. Aunque habíamos acariciado nuestros cuerpos sobre el colchón, jugueteado con los vellos del otro en partes que en otro momento nos hubiera avergonzado, nuestro tiempo no era ese. No nos necesitábamos aunque descansábamos en el otro la rutina del tiempo y el que dirán: un bohemio y una chica de buena familia con planes de matrimonio.
La partida de su madre nos tomó por sorpresa, incluso sabiendo que su muerte era inminente. Saberla completamente sola, con la sonrisa que parecía infinita, borrada, pulverizó mis sentidos. Ver a Dafne salir de la mano de Gero inexorablemente me hizo palidecer ante la idea de que con la muerte de su madre, Eréndira también desaparecería.
Habremos dos tipos de ebrios. Los que pierden el sentido y aquellos que con los tragos agudizamos la percepción de la vida. Corrí hasta la casa, entré al cuarto y busqué el poemario. No estaba. Hurgué entre los demás libros pero jamás apareció. Resignado, y con la sospecha de que ese libro jamás volvería a aparecer, caí de rodillas al suelo y como nunca antes elevé una plegaria preguntándole al cielo y a su madre si todo estaría bien.