Lejos de alcanzar la comprensión de un hecho me apresuré a nombrarlo. Aún lo recuerdo, era un poco más joven y quizá de un arte más secreto. Había salido de una clase de literatura, donde el profesor discutía sobre la ejecución de la Verdad, y cómo ésta (por más platónica que sea la idea) se fragmentaba en gajos pequeños hasta reducir la realidad a un Simurg, que vuela y busca su aire y su rama. Entendí que el tiempo de ese entonces parecía vaticinar las siguientes letras.
Amanecía. Los puestos de periódicos (medida para calcular la hora de la ciudad) ya estaban abiertos. Me detuve como todas las mañanas a comprar el mismo periódico. En las últimas páginas de El vocablo, en la sección de “Cosas perdidas”, se enunciaba: Perdí la Verdad. Por favor, ayúdenme a encontrarla. Recompensa: a tratar. Calle Nubes, Colonia Origen, núm. 3. Era un anuncio breve a punto de ser olvido casi al pie de la hoja en una sección no mayor a dos páginas. Aun así, me abandoné a la vicisitud de la plegaria tan melancólica y humana. La Verdad no sabe de pérdidas, sólo le incumbe el estudio de las verdes Ítacas, pensé.
—Yo también lo vi, y creo que una mentira contada muchas veces se vuelve Verdad —aseveró el vendedor sin despegar su lectura de la sección de deportes. Le pregunté si alguien ya la había encontrado y me contestó que no. Inmediatamente agregó a manera de advertencia que, hay que tener más cuidado dónde se dejan las cosas. Di por válida la inmediatez de su aforismo. Agoté en reflexiones el anuncio: ahora su pérdida se volvió mi búsqueda. Ese mismo día arribé a la dirección como quien vislumbra su próximo derrotero. Hay en las direcciones una suerte de redundancia que permea y se fija en la memoria. Ésta tenía la virtud de revelar un rumor que, en un tiempo pasado, sólo por primera vez, existió una alta Verdad o un alto Vacío. Sí, el Vacío y la Verdad son dos formas de belleza alta en poesía. Entré. Los parduzcos ojos que asentían mi visita no empataban con el resto de la cara. Se trataba de un cariz cansado; olvidaba lo agotador que puede llegar a ser una pérdida, y más si su valor arraigaba esperanza.
—Aquí la dejé —dijo mientras señalaba un escritorio donde el polvo gobernaba claramente a un ritmo que ya conoce. Me explicó que la Verdad se fue vestida a la medida de Lunas pasadas y de cíngulos lánguidos largos como la Historia. Además que constaba de una sola palabra y arrebataba la totalidad del universo. Asimilé el tamaño de la ausencia: la imaginé en mayúsculas. Abrí una breve ventana por si el eco de la Verdad se volviera a posar. Nada. Después, me limité a decir que esa Verdad ya se había perdido; quien la encuentre y la pronuncie lo tendrá todo. Tales eran las angustias, claro estaba, que nuestros avatares estaban condenados a sólo circundar el límite de la Verdad. Sólo el poeta (a veces) cruza la frontera. Le ofrecí mi verdad llena ejércitos rotos. La aceptó y la guardó en un jarrón. Antes de irme, me tomó del brazo y me dijo que la Verdad era como una sábana incompleta que no cubre los pies fríos de un joven solitario y perdido, cuyo recorrido antiguo sigue siendo el mismo. Siempre hay una lúnula que sueña ser circunferencia, una Verdad a medias que no llega a mentira, pero todo intento queda fuera del manto Verdadero. Entonces conjeturé que la Verdad, cansada de significados o definiciones, es la búsqueda del porvenir, ese porvenir que se desborda de las manos y que gotea en gráciles dosis, plurales y perennes.
Brando Méndez Vega (Ciudad de México, 1995). Cuentista y poeta. Cursó la licenciatura en Creación Literaria en la UACM.