Pablo, con una humanidad que algún médico definió hace poco tiempo como un riesgo, resignado ante la falla mecánica del ascensor del edificio del centro de Madrid, inició el maratón de escaleras hacia el consultorio de la dentista (no hay límites o barreras para una persona que tiene un intenso dolor de muelas).
Pablo hizo una pausa en el segundo piso, en el tercero tosió muy fuerte. En el cuarto piso sintió asco, tardó varios minutos en escalar el Everest que formaban los escalones que había entre el quinto y el sexto piso. Todo era sudor y mareo cuando pasó por el séptimo, y la dificultad para respirar llegó en el último piso, cuando se acercó a la puerta del consultorio. La asistente de la dentista corrió hacia él. Pablo parecía desmayarse en la entrada. “Agua, quiero agua”, alcanzó a decir mientras se sentaba en unas sillas azules.
Tenía los ojos cerrados cuando sintió en el hombro la mano de la asistente de la dentista, que sostenía el vaso de agua frente a él. Bebió y fue como si bebiera el primer respiro después de nacer y el dolor de muelas ya no existiera y su cuerpo estuviera más ligero que en cualquier año adolescente. Pablo tuvo un enorme deseo de levantarse y echar a correr por la calle de Atocha. “Me tengo que ir”, dijo, y bajó sin ningún esfuerzo los escalones que antes lo habían torturado. “¿Qué tenía esa agua? Nunca he bebido agua como esa”, pensaba Pablo mientras salía a la calle, a esa mezcla de tiempo y viento que solo se da cuando la luz de otoño atraviesa los árboles. Pablo se sintió feliz cuando la tarde iluminó su rostro y él comenzó a alejarse del edificio, al que unos minutos después llegaría una ambulancia y en donde una dentista y su asistente lloraban, de forma desconsolada, por el infarto fulminante que había sufrido su paciente.