Cuento publicado originalmente en Revista Colofón.
Nos vamos. Está escrito con pintura blanca rebajada en agua, sobre el vidrio atiborrado de mercadería. La reja elevándose al ritmo del trajín del comienzo del día. Corredor largo al fondo. Del lado derecho del pasillo, planchas de tergopor forradas con cartulinas de distintos colores con productos agarrados con chinches, a modo de muestra. Boxers, medias de algodón largas, cortas, muy cortas, bombachas de diferentes modelos. Del lado izquierdo una vidriera igual de extensa, con camisones, camisetas, medias de lycra, conjuntos de ropa interior. Una vez adentro, unas amables mujeres vestidas con delantales azules y bordes naranjas ofrecen ayuda del otro lado de un mostrador de madera antiguo, de esos con vidrio arriba para ver los productos. Con la agudeza de buscadoras de tesoros, se toman entre dos y tres segundos para ubicar en su mapa mental el producto correcto, y van directo a la caja correspondiente con la paciencia de maestras jardineras. Son cajas marrones al borde de la jubilación, recauchutadas con capas infinitas de cinta de embalar, capas de tiempo, generaciones enteras que eligieron de su interior medias para el trabajo, para una kermese escolar, para una fiesta, para muchas navidades.
En los primeros días del cuarto grado, el cuaderno de comunicaciones llegó con la notificación sobre el uniforme solicitado por el nuevo colegio. Sugerían tres comercios en los que se podía adquirir. Como éramos recién llegados al barrio, buscamos en la guía Filcar la ubicación de cada uno, y mis padres eligieron el más próximo. El dedo índice de mi papá se levantó del mapa y ví el lugar señalado, Rivadavia y Carabobo. Era sábado a la tarde. Emprendimos viaje para el negocio que sería mi único lugar de confianza en lencería y básicos por más de veinticinco años. Afuera del local un pequeño amontonamiento de gente. El ingreso organizado por número que se retiraba de una expendedora de turnos atada con cinta aisladora a un palo, que a su vez estaba atado en su base a un alfiletero sobre el mostrador. Debe haber sido para la misma época en que entendí el procedimiento metafórico detrás de la frase atado con alambre.
No tuve que esperar muchas compras para conocerlo. Josecito nos atendió personalmente aquella vez. Nos mostró varios modelos para el colegio, y mi mamá llevó el kit completo, seleccionado estratégicamente en unos cuantos talles más grande. Desde los nueve hasta los dieciséis usé la camiseta azul de algodón con semi cuello de polera provista por Josecito. Cuando su color empezó a diferir con lo que oficialmente conocemos como azul marino, pasó a formar parte del grupo de ropa de fines de semana. Luego pasó a pijama, puesto que conservó por varios años. Luego resurgió de la intimidad transformada en remera sin mangas, con cuello y por arriba del ombligo, para adaptarse a la moda adolescente de la época. Finalmente, en casa se decidió que vaya a la pila de ropa para donar. En ese momento, intenté imaginar a la chica que la iba a usar, pensé si podría detectar la suavidad del algodón añejo, y la forma en que el comerciante doblaba las prendas con dos movimientos rápidos en el aire.
Josecito, el emporio de la lencería, la ropa de entre-casa, de todo aquello que entra en contacto estrecho con la piel, de lo más personal y privado. Josecito, el zar del juego de figura y fondo, capaz de armar una vidriera recargada pero en la que, sin embargo, todo es reconocible al hacer foco.
Josecito define al nombre de fantasía del comercio y a la persona detrás de él. Es quien arma esos entramados textiles. Es el menor de una familia de muchos hermanos, al que le pasaban la ropa y los juguetes. Un hombre que aprendió a encontrar la belleza en lo simple de una camiseta blanca. Lo he visto deambular por detrás de la caja registradora, supervisando, organizando. A las vendedoras más jóvenes les sugiere opciones para el cliente, si no encuentra lo que vino a buscar. Desde el fondo del salón te ve entrar y te escanea con mirada comercial, sabe lo que necesitas. Josecito es ese lugar donde hay un poco de todo. La variedad es su fuerte, los básicos, lo que no pasa de moda, lo perdurable.
¿Hacia dónde va Josecito? La identidad es un rompecabezas donde entra el primer día de escuela, los primeros zapatos para ir a bailar, la barba del abuelo pinchando la cara, el primer reloj, la plata de la tía para los cumpleaños, el día que le sacas las ruedas a la bicicleta, el vértigo por la cantidad de fotos veladas en un rollo. La identidad es también un rompecabezas con negocios de barrio.
Me quedo mirando el aviso con la cara casi pegada a la reja, como un perro apoyándose en la falda del dueño en busca de comida. Me siento húerfana y un poco desnuda también. Los transeúntes me miran raro. Pienso que tengo que encontrar pronto otro sitio similar, comprender su dinámica, sus tiempos, y encima tomarle cariño. Quizás ni siquiera llegue a quererlo, y sólo sea un proveedor de ropa interior. Quizás el reemplazo sea abrupto y sin anestesia, o quizás tenga algún tiempo de duelo. El nos vamos no tiene fecha, puede suceder en cualquier momento. Pienso que se me hace tarde para ir al trabajo, y que ya ví pasar detrás de mí tres colectivos de la línea dos, reflejados sobre la vidriera de Josecito.