A la idealista edad de ocho años mis padres me regalaron un videocasete sobre animales en peligro de extinción que se convirtió en uno de mis preferidos. Quedé impactada tanto por la belleza de las imágenes como por los pobres animalitos, especialmente el tiburón ballena que se me hacía un gigante simpaticón que nadaba muy manso junto a los buzos en medio de un azul profundo.
Eso me decidió a convertirme en una defensora del planeta. Una idea que ya venía siendo alimentada por la maestra que se había dedicado toda la primera mitad del año a hablarnos sobre la contaminación. Incluso la escuela había participado de un desfile durante el Día Mundial del Medio Ambiente, en el que yo había participado gritando y bailando como nunca porque aquel era mi primer desfile y me encantaba ir por el medio de la calle de adoquines sosteniendo carteles coloridos, repartiendo marcalibros con frases alusivas y saludando a la gente extraña pero sonriente caminando por la vereda.
Era fin de semana cuando vi el video y quería prepararme para el lunes. Encontré un cartón viejo y enorme sin usar que era un resto de esos blocks gigantes de hojas Caballito que medían un watman y se pedían para las clases de dibujo.
El cartón tenía casi mi misma altura pero era perfecto para escribir todas las prohibiciones y consejos ambientalistas que había aprendido con el video y que también tenía anotados en mi cuaderno de clases. Conseguí un palo grueso y lo pegué con cinta adhesiva. Cuando el lunes de mañana me subí al auto mis padres cuestionaron el tamaño de aquel objeto pero yo les dije que era parte de los deberes. Al leer el contenido no pudieron pensar en objeción alguna.
Mis compañeros también me vieron llegar con el cartón que venía cubierto por una bolsa y que yo no quería mostrar a nadie todavía pero ellos ya estaban acostumbrados a mis rarezas de niña fantasiosa y volvieron a lo suyo. La maestra no tuvo tiempo de verlo porque lo escondí detrás de mi espalda, ayudada por mi compañera de banco a la que le prometí mostrárselo no bien comenzara el recreo. En esa época nos sentábamos de a dos ya que todavía se usaban los bancos varelianos que eran perfectos para esconder casi cualquier cosa, siempre y cuando uno no levantara las sospechas de la maestra.
Mi revolucionario movimiento comenzó entonces durante la media hora de recreo. Levanté el cartel con todas mis fuerzas y recorrí toda la extensión del enorme patio gritando como un fanático en medio de la manifestación: “’¡CUIDEN EL MEDIO AMBIENTE! ¡CUIDEN EL MEDIO AMBIENTE!” y de vez en cuando me detenía para que los curiosos pudieran leer el texto. Mi plan fue un éxito inesperado. El resto de las niñas, no solamente las de mi grupo, sino también de otros grados, se sumaron a la causa. Los varones no quisieron porque todo aquel juego extraño parecía ser cosa de mujeres y siguieron jugando al fútbol. Al terminar el recreo, ya contaba con veinte integrantes que prometían sumarse a la manifestación que se repetiría durante el recreo del día siguiente. Por suerte, las maestras no nos dijeron nada y yo creo que el espectáculo en realidad las entretenía, por no decir que estábamos aplicando todo lo que nos habían enseñado.
Así que a mi cartel se sumaron otros y el martes fue mucho mejor que el lunes. Éramos una montonera corriendo y gritando, anotando en hojas y cartones más frases y slogans e invitando a otros niños a sumarse. El problema fue al llegar el miércoles. Algunas niñas no estaban conformes, había que dividirse en grupos, había que votar a la líder, que yo no podía ser la líder, había que votar como nos enseñaban las maestras así que comenzamos con la votación, se postularon algunas pero otras se quejaron. Otras querían sacar a sus enemigas juradas porque hacían circular chismes sobre ellas o porque les habían quitado el novio o no les habían devuelto la plata prestada para la merienda. Al final se hizo un sorteo pero nadie quedó contento. Para el jueves se habían creado dos facciones claramente divididas que se adjudicaban un lugar del patio y peleaban por el monopolio de la causa. Se hicieron dos listas, cada una se anotaba en la que prefería. Yo estaba metida en un lío porque tenía dos mejores amigas que se habían anotado en grupos distintos y no sabía qué hacer. Terminé eligiendo al azar pero eso no me sirvió de explicación cuando la no elegida me frunció el ceño enojadísima y dejó de dirigirme la palabra por el resto de la semana. Ya nadie hablaba del medio ambiente o de salvar los animales, todo era política. No recuerdo cuáles fueron mis pensamientos exactos en ese momento pero creo que comenzaba a formarme la idea de que toda buena causa, una vez se ve corporizada y se admiten nuevos socios, deja de ser lo que era en un principio. Mi movimiento ambientalista se había convertido en una mafia de niñas con intereses personales de por medio y peleas internas que finalmente terminaron por disolverlo.
El viernes, desilusionada, me borré de la lista de mi partido y me exilié cerca de la cancha de fútbol, el único lugar que había quedado a salvo de la corrupción, y ese fue el final de mi época de activista ecológica. Para el lunes siguiente, el resto de las niñas se había olvidado de todo y nunca más se volvió a hablar del tema mientras que mi cartel de cartón quedó oculto detrás del ropero hasta que mi madre mi madre decidió tirarlo a la basura porque estaba juntando pelusa.