Ya que la abuela sufría un avanzado deterioro por el Alzheimer, al principio tomé su confesión como uno más de sus delirios. Pero hubo algo en su tono que me hizo dudar: una lucidez que dolía. Y cuando cada parte de la historia empezó a encajar, supe que, por primera vez en mucho tiempo, hablaba con absoluta claridad.
La escuché esa tarde casi por accidente. Me había tocado cuidarla porque no había nadie más disponible. El favor me lo había pedido mi mamá el día anterior, con su manera típica: mezcla de guerra y protesta que al final siempre termina en ruegos. El caso es que, pocas horas antes de que la abuela muriera, vivió un repentino alivio en el que se mostró lúcida y activa, como si se hubiera curado de golpe.
Estábamos sentados en el sofá. Me había quedado en la página veinte de Stoner, y no pasé de la veintidós cuando a la abuela le dio uno de sus berrinches, imposibles de calmar. Fui a su cuarto a buscar con qué distraerla, y encontré en su estantería un disco empolvado de Pedro Infante. Revisé el repertorio, elegí la canción con el nombre que más me gustó y se la puse del celular. Como ella ya no escuchaba bien, coloqué mi parlante sobre la mesa ratonera del centro.
Sonaba “Morir soñando”. Ella tarareaba, hipnotizada por la voz de su ídolo, cuando los ojos le brillaron de repente y pareció volver a ser la misma de años atrás: la Esther sana a la que el Alzheimer y la artrosis no habían reducido a esa especie de zombi en pañal. Reviví su mirada frágil de cuando se sentaba conmigo en la acera del patio, y me agarraba los cachetes y me decía:
—Saliste tan guapo como tu abuelo.
Y me acordé de lo mucho que me aturdía la comparación. El abuelo no era precisamente un hombre guapo. Con su calvicie prematura, su bigote piramidal desordenado, sus facciones gruesas y su piel trigueña, contrastaba absolutamente con mi apariencia.
En eso terminó la canción y quise llevarla al jardín, pero al levantarla dio unos pasos con ese ritmo suyo de nonagenaria en muletas invisibles, volvió a sentarse y arremetió con la preguntadera de siempre: que quién era yo, que de quién era hijo. Siguió así una y otra vez. Y pronunció un nombre que dejó suspendido en el aire:
—Daví…
Lo pronunció con melancolía y algo de enojo, frunciendo el ceño como si todo a su alrededor la hastiara. Yo estaba sentado en la silla frente a ella, pero parecía no percatarse de mi ubicación: se había dirigido a mí como si me tuviera al lado, en el espacio vacío del sofá.
—¿Cuál David, abuela?
—Alguien que… quise mucho. —Bajó la vista y se encogió de hombros—. Lo conocí en el trabajo, y al principio no hablábamos, casi. Manuel se la pasaba borracho con sus amigos. ¿Lo conoce a Manuel Callejas?
Hacía mucho que no hablaba tan claro, tan lúcido. Pero mencionó al abuelo en presente, a pesar de que el viejo lleva muerto dieciocho años. Yo me acuerdo: bastaba mirarlos juntos para advertir el tedio y la distancia que oxidaban su relación. Eran como dos colegas obligados a tratarse cordialmente para hacer funcionar el trabajo de oficina.
De repente dijo:
—Era un árbol bien grande, ¿te acordás, Daví?
Me llamó por ese nombre, y se me quedó viendo ida.
—Abuela, soy yo, tu nieto.
Se le arrugó la cara. Cuando yo iba a contestarle, se olvidó de la pregunta y siguió hablando por su cuenta:
—Me miraba distinto que a las otras. Bien atento, bien fino. No me vaya a juzgar. No me juzgue.
Recalcó esto último. Parecía importarle mucho aclararlo. Y entonces súbitamente hizo el esfuerzo de levantarse, como exasperada por permanecer demasiado tiempo en el mismo asiento. Perdió el equilibrio. La ayudé a sostenerse sujetándola del hombro. En un intento de zafarse, jaló el brazo y dejó caer un Cristo de vidrio que decoraba la mesita. Ni la mosqueó el ruido, pero al percatarse de los pedazos en el suelo dejó de insistir. Y salió con un giro inesperado:
—Íbamos los domingos a pasear al Guanacaste y al río. Viera qué bonito.
Volteó a ver el pasillo entre la sala y el comedor. Tarareó la canción, configurada para ser la única en la lista, y se quedó callada. A veces se le entrecruzaban los recuerdos, enredados en fechas imposibles, como si entraran y salieran por agujeros de gusano en su cabeza. Sentí que la perdía, y entonces bajé el volumen y la animé palmeándole el muslo.
—No, abuela, me hablabas de David.
Me soltó aquella mirada suya altanera. Ácida.
—Con el tiempo —dijo, después de adoptar su típica postura engreída—, Daví me fue ganando. Es que las cosas con Manuel…
En eso nos distrajo el escandaloso pito de un carro. Brinqué del sofá para cerrar las celosías, y volví a mi asiento. Intenté que retomara lo último que había dicho, pero no hubo caso:
—Costó que me decidiera. Yo sabía lo que significaba todo eso, tampoco era tonta. Me llevó al Beler, el de la Boldijar.
¿El Bel Air querría decir? Yo ya estaba acostumbrado a estos saltos en las historias de la abuela: las relataba cambiando abruptamente de escena o yendo de un día para otro.
—Pero no fuimos solos, claro, le pedí a Clemen que nos acompañara.
Supongo que la tal Clemen era una amiga suya, tal vez compañera de trabajo, a la que llevó para que oficiara de chaperona.
—Daví tenía buenos modales, y le gustaban los mismos libros que yo había leído de adolescente, y también me atrajo su pasión por el cine. Me sentía libre, cómoda por primera vez para hablar de temas imposibles con Manuel. Después almorzábamos juntos seguido. Hasta que un día Clemen se nos separó porque tenía que hacer un mandado. Esa Clemen… Cómo la conocía yo. Se despidió con un guiño, y yo la hice jurar que jamás iba a mencionar el nombre de Daví frente a Manuel.
“Ni cuenta me di, pero en un momento pasamos por el hotel. Ese hotel, cómo se llama. El que tiene… No me acuerdo. —Puso cara de fastidio. Sus palabras eran lentas—. La cosa es que pasamos por la entrada del hotel. Él quería decirme algo, pero no lo hizo. Y yo no me atreví a preguntarle. Al salir del trabajo, me acompañó a tomar el bus.
La abuela seguía saltándose tramos de la historia. Me daban ganas de preguntarle, pero me arriesgaba a que volviera a su estado normal, y también me dio pena preguntarle si habían entrado en el hotel.
Ahora la luz del sol se colaba por la ventana y le alumbraba el rostro. Me pareció más joven y con menos arrugas.
—Llegamos a la parada, y ahí me besó. Después caminamos. Seguíamos sin decirnos nada, y acabamos en un cuarto. —De nuevo se dirigió al espacio vacío en el sofá—: ¿Usté conoce el Boston?
Se acordó del nombre del hotel. Pero como yo no quería que divagara en detalles sin importancia, le repetí lo último, lo del cuarto. Inútil, porque ella de nuevo confundió los acontecimientos, lo que me obligó a pensar que estaba inventándolo todo.
—Los domingos, después de bañarse, mi papá se sentaba al lado de la vitrola, y se ponía a escuchar sus discos. Yo lo acompañaba siempre.
No le fallaban las anécdotas de Olancho.
—Hablabas del encuentro con David, abuela, en el hotel.
Esta vez se quedó viéndome, relajó la expresión y dijo:
—Íbamos dos veces por semana. De todos modos, Manuel volvía muy de noche (y bolo, para variar), así que no se daba cuenta. Daví entraba primero. Él siempre entraba primero, y al rato entraba yo, muy apenada, pero también convencida.
La abuela dijo que tenía sed. Hacía tiempo que no hablaba tanto. Le serví agua, apresurado: necesitaba mantenerla concentrada en la historia lo más posible.
—Me contabas de tus escapadas al hotel, abuela.
—Pues sí, muchacho —respondió como quien revela un secreto—. El caso es que nos veíamos a escondidas. Y a mí todo eso me emocionaba montón, y me hace sentir culpable. Pero también completa. —Por primera vez me encontró en la sala y se dirigió a mí directamente. Parecía como si esperara mi aprobación. Soltó un suspiro—. Me llenaba y me daba miedo. Porque no crea: una sabe cómo son los hombres.
Se me dificulta imaginarla en esas aventuras. Tan modesta, tan tristemente amargada y resabida. Es difícil, porque uno se imagina a las señoras de su tiempo como seres asexuados, o al menos incapaces de la lujuria —algo que ellas mismas hacen creer con sus mojigaterías—. Pero yo estaba comprendiéndola mejor. Aunque, cuando mamá contaba sobre la vida de la abuela, ya uno se explicaba su carácter. Primero, la muerte de los padres con una semana de diferencia entre una y otra, cuando ella tenía trece años. Segundo, la separación de los hermanos menores recién sucedida la tragedia. Y después vinieron el cáncer de la tía Bessy y el montón de viajes que la abuela tuvo que hacer para acompañarla a los tratamientos en Houston y Madrid; y todo para que la tía terminara muriendo en un hospitalucho de Tegucigalpa.
La abuela dejó caer los brazos. Se apoyó en el respaldo del sofá. Alzó la mirada, se quedó ida en el ventilador del techo, que se sacudía como si fuera a desprenderse, y se recompuso para decir:
—Me enamoré de él como una cipota. Es que Manuel… Daví era mucho más dulce. Más hombre. Me andaba siempre de la mano cuando se podía. ¡Qué ilusa! —Apretó los labios y negó con la cabeza—. Y aparte la novedad, pues.
—Entonces, ¿qué pasó? —le insistí.
Me quedó viendo mal.
—Pérese, hombre —dijo, e hizo como si buscara las palabras—. Entonces Daví me lo propuso. —En eso la abuela se detuvo, y pronto siguió diciendo—: Yo era la que le ponía a mi papá en la vitrola los discos de Eliseo Grenet. De eso hace… ¡Uhhh!
—¿Qué? ¿Qué te propuso?
—Ah…, que nos escapáramos, obvio.
Develaba una sonrisa triste. Complicado describirla.
En ese momento supuse que todo había pasado antes de que naciera mami, la mayor de las tres hermanas: de haber tenido una hija, la abuela nunca se habría planteado abandonar su hogar.
—Daví contó que podíamos vivir… No sé, no me acuerdo dónde dijo, pero era lejos. Hummm…, imagínese. Me dio miedo. Pero no pude evitar imaginarme otra vida, pensar en el riesgo de vivirla, y terminé aceptando. No íbamos a llevar maletas ni nada: solo nosotros dos. Creo que lo planeamos muy bien, nos pasamos días enteros hablando de eso.
Tosió dos veces, tapándose la boca con el puño.
—La última vez en el hotel… Bueno, ya casi teníamos todo listo. Pero me sentí enferma, creí que de los nervios. Era normal porque… El Guanacaste, ¿usté lo conoce, el que está por el río?
Me acuclillé frente a ella. Le recordé los detalles de la historia, quería que volviera a su relato. Intenté diciéndole el nombre de David, el nombre del hotel, el de ella misma. Se me quedó viendo como cuando yo era niño, y sonrió y se le aguaron los ojos.
—Eso lo preocupó a Daví, yo supe.
No logré que dijera a qué se refería con eso. Siguió narrando pormenores cada vez más intensos. Estaba llegando al día de la escapada. Casi sin darme cuenta, yo ya había vuelto a mi sitio: me descubrí sentado al borde del sofá.
—Le preparé el desayuno a Manuel, como siempre, y cuando se fue al trabajo estuve tan inquieta que me puse a dar vueltas por la casa. Pensaba que sería mi última vez en aquella cárcel. Las cosas lucían tan pulcras. Eran mías, pero de cierta forma ajenas. Y entonces me vinieron las arcadas, y tuve que correr hacia al baño, por los nervios o el vértigo, o la alegría o el pánico. Limpié tan rápido como pude, me bañé y salí cerca de la hora acordada, con las piernas y los brazos que no me paraban de temblar. Todo lo que estaba detrás de mí, mi pasado, mi vida entera, se iba alejando, haciéndose chiquito.
Yo no hacía más que asentir. Me preocupaba que alguna vecina fuera a tocar el timbre, porque solían buscar a mamá por esas horas. En ese tramo me estaba costando seguirle el hilo a la abuela: la voz se le había tornado algo sorda, como si se le fuera apagando, así que me incliné hacia adelante para prestarle mayor atención.
—Pero Daví no aparecía. Ni apareció. —Esto la abuela lo dijo con un tono más grave, y con su tic del ojo—. Lo estuve esperando más de una hora, sorprendiéndome con el sonido de todo carro que se aproximara por la cuadra. Y me fui al trabajo segura de lo que había pasado, pero tratando de engañarme a mí misma. Mire: la tristeza puede encararse, se termina mezclando con la rutina, y se supera. Uno eso lo aprende a los golpes. Yo creo que las cosas pasan por algo.
Contuvo las lágrimas, y tosió de nuevo. Se miró las palmas, en un suspiro. Le noté un par de gotas de sudor en la sien. Apretó los ojos, y dirigió la vista hacia el techo.
En eso oímos que se abría el portón. La abuela se distrajo con el ruido. Era mi mamá regresando, así que me levanté para ayudarla a cargar unas bolsas del súper, con mucha prisa, y volví corriendo donde la abuela. Pero, por más que traté de hacerla recordar la historia, mencionándole el nombre del tal David, por más que me le acerqué a la cara para que lograra concentrarse, por más que le hablé del Boston y de las idas a comer al Bel Air, se quedó en blanco. Paré de insistir, y me dejé caer en el sofá.
Se me vino a la mente la vida de la abuela, transcurriendo en un ahogo constante de nudos en la garganta. Sus noches de pesar recordando los encuentros furtivos y la osadía clandestina, añorando una vida que se le pasó frente a los ojos en una ilusión. Un sueño del que no despertó, o acaso del que se mantuvo a la orilla, como si hubiera caminado su vida entera anhelando un mar en el que jamás pudo sumergirse.
Me levanté y fui donde mamá, que estaba guardando las provisiones en la alacena, y no pude evitar quedarme ido, examinando su cara.
—¿Qué me ves? —me reclamó.
Volteé hacia la abuela, que contemplaba el cielo por la ventana, la cabeza firme en su habitual pose arrogante. Se notaba tranquila, como si la hubiera ganado el alivio. ¿Qué buscaría más allá de las nubes, mirando así? ¿O tal vez oía retazos de una lejana música?
Pero yo no podía dejar de pensar. Pensaba en mi abuelo, en aquellas tardes en que la abuela me decía que yo era tan guapo como él, en que siempre fui su consentido.
A mamá solo le dije:
—Nada, ma. Olvídalo.