Tenía la costumbre de salir muy poco. Se podía achacarlo a su edad, pues ya rondaba los setenta. Los que lo conocían ─si eso era posible─ sabían que siempre había sido retraído, poco afecto a mezclarse con la gente. Algunos murmuraban que era amanerado, que en aquel tiempo sólo era aceptable si eras artista. Pero los caminantes por el malecón ignoraban casi todo de él y se habían acostumbrado a verlo en su paseo matutino, vestido de traje y sombrero, ambos de un negro empañado por el desgaste. Todavía lucía apuesto, con su gran bigote retorcido. Sus ojos eran penetrantes. De niño, paseando muy temprano por la mañana con mi madre, que adoraba el mar, nos cruzamos múltiples veces con él. Al verlo, ella apretaba mi mano con más firmeza y arreciaba el paso hasta dejarlo atrás. Nunca pregunté, porque en aquel entonces no se cuestionaba a los adultos.
Años después, durante las fiestas de carnaval, lo volví a ver. En mi ciudad los carnavales son legendarios y, en aquel tiempo, mucho más. Todos nos disfrazábamos con ropas y sombreros extravagantes y multicolores. Por algunas horas uno bien podía cambiarse de sexo, pintarrajearse la boca y las mejillas con rojos chillantes y retar con franca lascivia al que más se le antojara. Muchos llevaban máscaras grotescas, lo que contribuía grandemente a sentirse libre para burlarse de lo que venía en gana.
Ese día, yo me aventuraba por la multitud en solitario. No necesitaba a mis amigos del colegio para divertirme: era joven, de buen ver y listo para experimentar a fondo. Varias fanfarrias desfilaban entre la multitud. La gente enloquecía con esas bandas de músicos aficionados y vitoreaban a sus conocidos tocando la tuba, el clarinete, el bugle y el saxo, aunque no sabían distinguir un instrumento de otro. Aplaudían rabiosamente al hombre rechoncho que llevaba al trombón en la espalda y que necesitaba frecuentes pausas para beber cerveza y aplacar el sudor. En medio de la algarabía, yo bailaba al compás de la música, dando vueltas y vueltas hasta quedar ebrio de valentía.
Entonces lo vi. Fui atraído por su mirada penetrante y profunda, la misma que habíamos visto cuando caminábamos frente al dique mi madre y yo, agarrados de la mano. Me paralicé al instante. El hombre había envejecido pero seguía erguido y seductor. Su cabello era totalmente canoso, el bigote y la barba lucían algo descuidados y le daban un aire de abuelo bondadoso. Detrás de los lentes sus ojos algo desteñidos examinaban con insistencia mi persona. Como única prenda especial llevaba un sombrero grande de fieltro color pardo. Parecía un sombrero tirolés pero adornado con una guirnalda de flores llamativas y tres enormes plumas de avestruz de color morado que caían con gracia sobre sus hombros. Mi mirada quedó firmemente atrapada por la suya. Hizo un mínimo gesto con la cabeza, que interpreté de inmediato como una invitación a seguirle. Tan fuerte era la atracción que escuché sólo levemente, como a distancia, los gritos eufóricos de mis camaradas mientras yo seguía, como dócil cordero al matadero, al hombre con sombrero de mujer.
Llegamos a una pequeña tienda cuya vitrina exhibía bellas conchas anacaradas y enormes crustáceos, presentes para los ávidos turistas. Había también infinidad de máscaras de todo tipo y disfraces para todos los gustos. Subimos la estrecha escalera hacia el piso superior. El hombre introdujo la llave y abrió lo que yo pensaba sería su habitación. Entramos a un estudio de pintor. El hombre se quitó el sombrero, mientras yo quedé pasmado frente a un autoretrato donde el mismo hombre, mucho más joven y gallardo, con bigote que parecía de Rubens, lucía el mismo sombrero que apenas se había quitado.
Fascinado, miré los cuadros apoyados en la pared; él iba y venía en total silencio. Colocó un lienzo fresco en el caballete y empezó a mezclar los colores en la paleta. Yo no había anticipado que me utilizaría como modelo para uno de sus extraños cuadros llenos de máscaras. Entonces me fijé en la extensa colección de objetos en los estantes. En vano mi mente trató de convencerme de que no eran más que simples máscaras, pero me asediaba la idea de que eran humanos deformes que me acosaban. Estaba acorralado en la jaula de un loco. Corrí hacia la puerta pero no logré salir: el pintor había echado el cerrojo. Burlándose de mi ingenuidad, las creaturas envilecidas me gritaban horrendas obscenidades, cada vez más fuerte. Mi cuerpo estalló en sudor y de mi pecho salió un estertor. Todavía pude ver cómo las monstruosas caras marchaban como una sola comparsa directo hacia mí para reducirme a simple farsa de carnaval.