Desde este lado del mundo, madre, no te creería que existe nuestra casa. Te juro que lo he intentado, pero es que no se ve. ¿Cómo puedo estar seguro de los colores que tienen los techos y las calles empedradas que siempre te llevan al mar? Lo único que me lo sugiere, son las cartas que sigues enviando, con nuestra dirección y tu letra en el sobre, diciendo que existe mi país; también yo escribo su nombre y el tuyo cuando te contesto. Y esta será la última carta que te escriba, porque las balas duelen. Carajo, si duelen. Cuéntale a papá que para sentir cómo el plomo te muerde justo debajo de las costillas y ver que la sangre te brota a chorros sin poder hacer algo que la detenga, nadie te prepara. Cuéntaselo antes del desayuno, para que lo digiera junto con las tostadas con mantequilla que haces y tenle un café al lado. ¡Haz de esto una fiesta! Junta a Mauricio y a Cano a la mesa, grita por la ventana para que se acerque Claudia y paséate por la plaza el siguiente domingo después de la iglesia, que los viejos jugando ajedrez querrán enterarse; descríbeles cómo es la situación por acá. Háblales de las balas y de ese zumbido que suena a una sentencia de muerte que te evade. Es paradójico, mamá; cada vez que una bala te roza y no te mata, te sientes tan frágil y a la vez tan inmortal. Cuando escuchas que pasan, queriéndote morder los oídos con su advertencia, te pesan más las botas, te amarra más el cinto y te vibra más la culata entre las manos. Todos sus zumbidos son iguales, excepto uno: el que sí te alcanza. Después de ese, todos vuelven a ser iguales; porque, madre, me han entrado siete balas. Disculpa, pero una vez que la primera me ha dado, he caído al suelo y no he podido esquivar las otras seis. Es una pelea injusta esa de los montones contra el individuo, pero también yo la he peleado desde el lado ganador. Solamente que cuando era así, tendrías, madre, que haberme visto; apretando los dedos contra el gatillo como tú vas a apretarlos alrededor de los labios cuándo sepas esto que apenas va viajando hasta tu casa; sólo tuya, madre, la casa ya no es mía. Y vi a tantos caer como yo ahora; créeme que ni siquiera pensé que también ellos tienen madre. Cuántas cartas que se van a quedar esperando. Siento que comprendo, sobre todo ahora, lo que tú has sentido la vida entera; pariendo y levantándote al día siguiente porque el niño tiene hambre, cuidando que no me rompa, porque si yo me quiebro, tú ya no te reparas. Tú siempre has estado bien, y seguirás estándolo, hasta que no lo estés. Como yo lo estaba antes de la primera bala, y mira ahora, ya casi me han entrado dieciséis. Es por eso que, desde el suelo tan lejano, con este fango comiéndome las rodillas y con mis ojos buscando ese borde donde el mar se come a la arena y espero que esta carta que te escribo con la boca te halle, no te encuentro; no te veo llorar y no hago otra cosa que terminar gritando:
-Cuando todo esto termine, llévenme a la isla, pues estoy seguro que mi madre querrá verme una vez más.
Semblanza:
Oscar Klassen. Chihuahua, México. Diciembre 5, 1989. Escritor y músico. Autor de los tres libros de cuentos: Memorias de mi pasaporte, Catorce mujeres sin nombre y Cien microcuentos para acompañar una taza de café, así como de la novela, Siete veces siete. De momento trabaja en su siguiente libro de cuento corto Cuentos fantásticos alrededor del mundo. Viajero, cuentista y, cuando la cabeza lo permite, persona decente.