Esta casa es mágica, me dice Larissa. Hay escaleras que se mueven, puertas que se abren a corredores interminables, balcones de los que uno brinca y se cae para arriba. Sus historias me parecen una combinación de Carrol y Rowling, pero esa es mi referencia no la de ella. Por lo menos eso creo. Nadie posee la patente de lo fantástico. Larissa sigue contándome de sus aventuras por la casa, de la gente que ve, de la gente con la que habla, de los perros, los gatos, los loros. Todos viven acá, pero no se conocen. Hay mucha gente, muchos animales, muchos muebles. La casa es muy grande, hacia adentro. Esa es la conclusión a la que ha llegado. Pareciera que tiene necesidad de explayarse en detalles, de hablarme de monstruos buenos y humanos malos, de niños que nacen al revés y por eso no encuentran la vida, y de la tristeza de las despedidas que cubren las paredes.
Apenas tiene diez años y sabe más de la vida que yo a mis cuarenta. O de la gente, más bien. Es porque la casa es mágica, me aclara, ella me cuenta mucho. Me invita a seguirla por unas escaleras que aparecen de repente y que cruzan misteriosamente las paredes de mi cuarto. Te podría mostrar mi tiempo y otros tiempos. Le respondo que no, que me da miedo quedarme con ella al otro lado y no volver jamás. Ella dice que la del otro lado soy yo. Sonríe. Y corre por la escalera que desaparece con ella.