El supuesto secreto flotaba en la sala como una neblina densa, una bruma que les impedía verse con naturalidad. Jocelyn se abanicaba, exponiendo la decadencia que les impedía arreglar el aparato de aire acondicionado. Ambrose jugueteaba con el hielo de su whisky, desafiando a la úlcera o amenazándola. Hugh pasaba las fotos de un viejo álbum, echándoles en cara las fastuosas fiestas que año ocupaban las salas. Alice, la única que desconocía los sótanos excavados bajo las relaciones que los unían, intentaba servir el té sin derramarlo sobre los platillos.
—Creo que Alice debería presidir la fundación.
Hugh alzó una queja para desautorizar a su hermano mayor. Jocelyn puso las palabras.
—Alice no es una Stranton.
Ambrose se mordió los labios. Bebió un trago que le quemó el estómago.
—Ambrose no se cuida, una lástima, como hermano mayor pudo ser él.
Ni siquiera quitó a vista de las fotos sepias para lanzar su dardo; Hugh instalaba desde su primera participación que su enemiga era Jocelyn. Alice acercó las tazas arrastrando los platillos, incapaz de contener los temblores de sus manos. Sin embargo, sufrió un ataque de coraje que la impulsó a hablar.
—La presidencia podría ser rotativa.
No se molestaron en responder; el presidente era el único que cobraba un salario. Jocelyn arrojó el abanico contra una silla.
—Maldito hijo de puta, es una venganza. ¿No hay forma de cambiar las disposiciones?
Habían recorrido escribanías y bufetes incluso de la capital, sin hallar un modo de torcer la voluntad testamentaria de James Straton. La furia de la joven de piel pálida estaba destinada al lánguido hermano que pasaba fotos, soplándoles el polvo para apreciarlas. Hugh era incapaz de hacer los esfuerzos necesarios para sostener una empresa en pie.
Los millones en un fideicomiso destinado a una fundación contra la infertilidad; la burla final del cornudo que les había dado el apellido. Ambrose intentó beber otro sorbo; le vino tos, acabó cayendo el whisky sobre su pera. Alice se levantó y le palmeó la espalda.
—Decidan ustedes, me avisan y voto a favor.
Ambrose tomó el brazo de su esposa; siempre fue el más débil en las batallas familiares, no hacía más que confirmar su falta de carácter para las luchas de poder. Hugh continuó impávido con lo suyo, Jocelyn caminaba por la sala. Cuando oyó que acababa la lucha de Ambrose con la puerta desvencijada, confirmando que estaban en la calle, dejó el álbum e hizo señas a su hermana.
—Jocelyn, eres la más parecida a nuestra madre. Ven, siéntate aquí.
Los brazos cruzados en el pecho, Jocelyn era la estampa de la desconfianza. Hugh insistió con sus señas, acompañándolas con una sonrisa propia de un querubín. Su hermana se acercó, estudió su rostro. Hugh le hizo un guiño. Jocelyn se sentó.
—Creo que serás una muy buena presidente.
Hugh le acarició las piernas, dejó correr la mano bajo sus faldas.
—Igualita a mamá.
Jocelyn siguió con los brazos cruzados mientras los dedos de su hermano hurgaban en la bombacha. Estaba anonadada; la infertilidad de su padre, descubierta a raíz del cáncer, había resultado el menos escabroso de los secretos de su familia. Y no sería el último, asumió, mientras la lengua de Hugh recorría sus labios.
Semblanza:
Juan Pablo Goñi Capurro. Escritor, dramaturgo y actor argentino. Autor de los libros Alejandra, Amores, utopías y turbulencias, La puerta de Sierras Bayas, Mercancía sin retorno, Bollos de papel, La mano y A la vuelta del bar. Varios premios y publicaciones en antologías y revistas en distintos países de Hispanoamérica. Se han estrenado sus obras en Argentina, Chile, México y España.