En la Puerta del Sol, ante la Real Casa de Correos, la muchedumbre aplaudía gozosa los últimos estertores de un año que se desangraba, segundo a segundo, apuñado por las agujas del gran reloj.
Extraviado su amigo Lucas, «¡Ya aparecerá…!», entre las olas de la multitud, Carlos intentaba beber a morro sin malograr dientes ni uvas. A su alrededor, los villancicos se confundían con las voces y las risas, con los cohetes y las panderetas, con los selfis y los besos…
En la torre: XI:LIX[1].
Un repentino vaivén lo empujó hacia atrás golpeando su cabeza contra alguien, supuso. Se volvió temiendo haber causado algún daño: junto a él, un desconocido se sujetaba la mandíbula con expresión furiosa:
–¡¿Eres imbécil?!
–Lo siento… Yo no…
–¡Tú, sí!
–Perdona, ha sido…
Y antes de que pudiera terminar la frase, un súbito puñetazo en pleno rostro hizo que la ruidosa noche explotara, «¡Tump!», en una silente oscuridad.
Se descubrió…
…tumbado, quejumbroso de repente, «¡Mi nariz…!», y embutido entre un bosque de piernas inmóviles. Arriba, encendido por las luces, el silencio.
«¡¿Qué pasa?! ¿Por qué todos…?».
Se alzó.
Y…
El energúmeno con el puño aún frente a él.
…recordó.
Y…
La Nochevieja en el kilómetro cero de Madrid se había detenido.
…comprendió, no obstante, sin entender nada.
En la torre: XII.
En las muñecas más próximas: 00:00.
«¡El mundo, como también los relojes,… se ha quedado sin cuerda! ¡¿Por qué?! ¡¿Y por qué yo no…?! Espera… ¿Esto no será…? ¿Cómo se llama la broma esa de imitar a las estatuas? Manne… ¡Mannequin Challenge!».
Reparó en la furia contenida del violento.
«No, claro que no… Esto no es ninguna broma…», se dijo
acariciándose la nariz, aún doloroso latido. Y entonces sintió la humana
tentación, «¡Bestia!», de la venganza:
–¡Ahora mismo sería capaz de… de…! ¡Y no podrías hacer nada para impedirlo! ¡Nada!
«Nada…», se repitió girando sobre sí mismo, cayendo en la cuenta: «Podría quedarme con cualquier cosa… Podría hacer lo que quisiera con quien quisiera…».
Temió el alcance del cálculo.
Y así, perdido y asustado, descubrió en las alturas, sobre el enorme cono de la Lotería, minimalista árbol navideño, sendos globos infantiles: próximos entre sí, y de manera incongruente, ambos contradecían al helio que los llenaba flotando inmóviles en el espacio.
«Como en una pesadilla… ¡No! ¡Peor, mucho peor que en una pesadilla, porque estoy despierto! Para mi desgracia, estoy tan lúcido como sobrio. Porque esa es otra: los pocos tragos que llevo no justifican, ni de coña, esta locura!».
De súbito, un parpadeo en la torre llamó su atención: la esfera translúcida del reloj titilaba como una mera bombilla a punto de expirar.
«¡Está ahí dentro! ¡Cómo en aquella película de Adam Sandler[2], quien sea, o lo que sea, que haya pulsado el Pause,… está ahí dentro!».
Buscó abajo y enfrente, tras las vallas y el cordón policial también rígido que contenían a las estatuas, la puerta de la Real Casa de Correos.
Se abrió paso, como pudo, intentando no derribar nada: «Una caída, una sola, y los convierto a todos en el peor dominó de la historia…», se dijo.
Poco a poco, «No es precisamente… fácil…», fue progresando hasta la cabeza del gentío. «Un último paso y…», se tranquilizó sintiendo ya el metal del cierre amarillo.
Y fue ese exceso de confianza lo que a punto estuvo de desencadenar la multitudinaria reacción en cadena: un leve respingo suyo, apenas roce, y una chica, a su izquierda, se tambaleó como un bolo a punto de caer.
Aterrado, «¡Quietaaa…!», logró devolverle el equilibrio.
Poco después, eludida ya la asfixiante muchedumbre, resopló de puro alivio.
«¿Y cómo entro? En buena lógica…», sospechó reparando en el policía detenido ante el portón de la Real Casa. «¡Ok, agente!», confirmó rápido: en el cinto, un manojo de llaves.
«¡Cómo resucite ahora, voy a tener un serio problema!».
No fue, «¡Menos mal!», el caso.
Descartó errores, «¡Tenía que ser la última!», y entró en el edificio. En el vestíbulo, sobre su cabeza, el hueco sobre el que pendía la maquinaria del reloj, el hueco por el que parpadeaba una intensa luz.
Ascendió los peldaños, curioso y aprensivo, hasta la última plataforma de la torre. Y allí, mordido entre las cremalleras circulares del artilugio, yacía, exánime…
… un jirón de… «¡¿Piel…?!», brillante pan de oro[3] sobre cuya superficie, grande y oblonga como una tajada, huía una eterna proyección de imágenes: personas, espacios, texturas, animales, planetas…
«¡¿Un desgarro… cronológico?! ¿Algo así como un pellizco de la curva espacio-temporal en el reloj de la Puerta del Sol, uno de sus medidores? ¿Eso es posible? Lástima que Einstein no esté aquí para preguntárselo. Aunque, si estuviera,… ¡Sería otra figurita del espantoso belén!».
Buscó a su alrededor, «Si sangrara…», la supuesta herida temporal.
Tocó el fino pellejo: «¡Ay! Está caliente… ¡El tiempo quema! ¡¿Y ahora…?! ¿Debo suturarlo en su orden, en su milésima desollada, para que la vida siga fluyendo?».
Estudió el mecanismo de relojería. «¡En algún sitio debe tener…!». Reparó en un fuste sobresaliente en el lateral más próximo, en la ondulación de una empuñadura.
Se encogió de hombros, «¿Qué puede pasar? ¡O funciona o no funciona!», y…
El conjunto traqueteó durante unos segundos liberando, de repente, el estorbo que lo detenía. Así, la piel y su eterna cadena gráfica de espacio-tiempos cayeron disolviéndose, aún en el aire, con un suspiro de humo.
–¡NO!
Carlos corrió, «¡Ay, ay, ay…!», escaleras abajo.
Con la incertidumbre en la garganta, y ya en el vestíbulo, salió: los miles de personas allí reunidos, algarabía tiesa, para celebrar la llegada del nuevo año… «¡¿DÓNDE ESTÁN?!».
Borrados casi todos, alguien yacía al pie de la fuente.
«¡¿Lucas…?!», dudó.
Fue, corrió, hacia él.
–¡¡Lucas!!
Lo zarandeó, «¡Despierta! ¡Despierta!», consiguiendo reanimarlo:
–¡¿Estás bien?!
–S, sí… Solo… solo echaba un sueño: empalmar la fiesta de Nochebuena con la de Nochevieja es mucha fiesta incluso para mí… ¿Dieron ya las campanadas? ¿Y… y la gente? ¡¿Dónde está todo el mundo?!
–¡No lo sé, tío! Es cosa del tiempo…
–¿El tiempo? ¿Va a llover?
[1] 11:59.
[2] Click. Frank Coraci. 2006.
[3] Lámina muy fina de oro batido usada tradicionalmente en decoración.