-¡Qué desastre! -exclamó ella, dejando de comer-. Cada vez parece más grande. Fíjate.
-Sí -él levantó la cabeza, sorprendido-. Tenés razón.
Y durante unos minutos los dos fijaron las miradas en la mancha grisácea que abarcaba casi un metro cuadrado del techo y resaltaba de manera extraña, como una nota de mal gusto, sobre el resto de la pintura blanca.
-¿Por qué se habrá puesto así?
-No sé. Quizá el techo tiene alguna grieta por la que se filtra la humedad. Siempre existe ese problema en casas viejas como ésta.
-Pero hace apenas quince días que la hicimos pintar -replicó ella ásperamente-. Gastamos mucho dinero y de pronto se arruina todo. Es inconcebible. Habrá que llamar al pintor.
-Lo haré.
Al día siguiente, en un silencio que presagiaba algo delicado, el pintor se dedicó a revisar el techo por todos los costados, pasó una espátula por la mancha, analizó largamente la pintura descascarada, y por fin dio su veredicto:
-El techo está perfectamente. No tiene fisuras. Esa mancha fue causada por algún producto en mal estado. Será preciso pintarlo otra vez.
Ellos confiaron en esa eficaz solución y el pintor inició la tarea de raspar, limpiar, cubrir con una nueva capa de pintura el techo que, al cabo de dos días, volvió a mostrar un tono cálido e impecable.
-Todo arreglado. Si surgen otros problemas, no vacilen en llamarme.
Al despedirlo, ellos se unieron en un ruego para no necesitarlo más.
Lo que debieron llamar una semana después fue a la policía.
Sucedió una noche en que regresaron a la casa comentando entre risas las escenas más destacadas de la comedia que habían visto, cuando, ya en el comedor, algo les causó una súbita descompostura.
-¿Qué diablos pasó aquí?
-Entraron ladrones, sin duda.
Cambiaron una mirada cargada de temor y desconcierto, como si de improviso hubieran caído en una trampa absurda, mientras daban unos pasos nerviosos, sin rumbo, por el comedor que ahora presentaba un aspecto tristemente desolado porque casi todo -cuadros, sillas, floreros- había desaparecido de allí.
-Deben haber forzado alguna puerta.
-Tendremos que ver si falta algo más.
Tras recorrer la casa, controlando puertas y ventanas, no descubrieron nada anormal. Únicamente el comedor había sido saqueado y eso, en vez de tranquilizarlos, logró aumentar la preocupación al no encontrar una razón lógica y valedera. Por fin, agotadas las conjeturas, él marchó hacia el teléfono.
-Llamaré a la policía.
Después, un oficial y un agente, a medida que ellos les relataban lo ocurrido, llevaron a cabo una minuciosa inspección por todos los rincones de la casa sin reflejar interés o curiosidad, como si estuvieran acostumbrados a considerar común y natural aun los hechos más insólitos.
-Así que se llevaron cosas de poco valor -comentó el oficial-. Ni dinero, ni joyas.
-Exacto. Sólo muebles y objetos de adorno.
-¡Realmente muy extraño! Entraron sin ejercer violencia, no dejaron nada en desorden, y apenas se llevaron sillas y cuadros. Sin duda actuaron de esa forma para despistarnos. El móvil del robo todavía permanece oculto. ¿Acaso poseen ustedes algo muy importante que pueda despertar la codicia ajena?
Ellos no vacilaron un segundo en la respuesta:
-No. Absolutamente no.
-Está bien -el oficial hizo una seña al agente y luego marcharon hacia la puerta de calle-. Mandaremos al personal del laboratorio para sacar huellas digitales. Eso nos ayudará en la investigación. Buenas noches.
Al quedar solos, desorientados y sin modo de justificar el suceso en el que estaban involucrados, parecieron tener una sola alternativa:
-Será mejor acostarnos. Es tardísimo.
Mientras él se dirigía al dormitorio, ella dio algunos pasos por el comedor; necesitó una nueva verificación para aceptar definitivamente esa realidad, para comprobar que todo el cariñoso arreglo prodigado a ese sitio se había desvanecido y ahora denotaba un aspecto feo y sombrío. Hasta ser asaltada por una ráfaga de cólera e indignación cuando algo detuvo su vista despavorida.
-¡Sólo esto nos faltaba! -la voz resonó exaltada-. ¡Marcos!
Él se presentó en la puerta sin ocultar su disgusto.
-¿Qué pasa ahora?
-¡Mira!
Siguió la dirección que marcaba el brazo tendido de ella.
Nuevamente un pequeño círculo negro brotaba en el techo.
Pero durante los días siguientes eso quedó relegado por la constante visita de varios policías haciendo preguntas y tratando de encontrar algún dato valioso. Por fin, cerrando la etapa de investigación, desaparecieron con la promesa de informarles cualquier novedad sobre el asunto.
-¿Te parece que recuperarán las cosas?
-No sé -dijo él-. Lo mejor será ahorrar unos pesos para comprar muebles nuevos.
-Sí. No me gusta comer siempre en la cocina.
Ella evitó cada vez más permanecer en el comedor, quizá no tanto por considerarlo muy frío por la ausencia de tantas cosas, sino para relegar la mancha que le confería un detalle horrible al ambiente.
-Deberemos llamar otra vez al pintor. Es una lástima cómo está el techo.
-Deja de pensar en eso, por favor -replicó él-. Ya tenemos suficientes problemas con el robo. Esa mancha no es tan importante. Puede esperar.
Ya les resultaba difícil sostener un diálogo sin aspereza, con la suavidad y armonía que habían caracterizado muchos años de convivencia. Las inesperadas complicaciones contribuyeron a crear un clima de creciente malestar y, para no desembocar en duras disputas, prefirieron hablar cada vez menos.
-¿Se puede saber dónde está el diario? -preguntó él una noche-. Lo puse sobre la mesa del comedor.
-No lo he visto.
-Lo dejé allí cuando volví de la oficina. Estoy seguro.
-Tal vez se lo llevaron los ladrones.
-Creo que no es el momento para hacer chistes malos -respondió él, furibundo, dirigiéndose al dormitorio-. Parece que no podré leerlo esta noche.
-Tal vez lo colocaste en otra parte. Acuéstate. Yo lo buscaré.
Reprimiendo el ansia de ponerse a gritar o llorar, como un modo de aliviarse o simplemente expresar su rabia e impotencia, ella comenzó a revisar los sitios donde él solía dejar el diario. Aunque se trataba de un hecho bastante normal, comprendió que había conseguido colmar su paciencia ya minada por tantos días de tensión y desasosiego. Y se vio arrebatada por una solución: abandonar para siempre esa casa, recuperar en otro lugar el universo de concordia, felicidad y sueños que habían forjado desde el momento en que decidieron vivir juntos.
Reanimada, decidió hablar con él. Pero, al marchar hacia el dormitorio, una red pareció aprisionarla. Con verdadero terror advirtió que no podía moverse.
Al percibir un grito, él se incorporó en la cama. Quedó unos segundos a la expectativa; el hondo silencio lo impulsó a salir del cuarto, asaltado por una curiosidad que se confundía con un vago temor.
Mientras recorría la casa repitió varias veces el nombre de ella. Al no recibir respuesta presumió que, tal vez, habría ido a comprar otro ejemplar del diario. Más tranquilo por esa idea, resolvió volver a la cama.
Al cruzar el comedor algo lo obligó a levantar la cabeza. Entonces sólo quiso escapar. Aterrado. Pero no tuvo tiempo. La mancha negra fue creciendo. Ávida. Inexorable. Y lo atrapó.