Entre maestros y algunos padres decoraban la explanada de la escuela; con tela de tul entrelazaban los colores rosa y el azul; las flores daban un toque de elegancia, así habían formado una valla hasta llegar a la mesa de honor.
Los veintidós alumnos de sexto año se iban acomodando de acuerdo al programa. Ellos recibían el documento que indicaba que concluían seis años de estudio, su segundo escalón. Los maestros vestían sus mejores trapos. Un edecán guiaba a los padres de los alumnos y amigos.
Con los veintidós niños se encontraba Horacio, el clásico gordito de calificaciones regular, eso sí, un niño bien portado. Cuando se ponía a jugar, su cara se parecía a un tomate colorado. Muy querido por sus compañeros, por su gracia que Dios le había donado.
Entre los invitados estaban los padrinos quienes llevaban los mejores regalos a sus ahijados. Los arreglos con su personaje favorito de moda actual, otros con canasta llena de flores, entre ellos llegaba alguno con un balón de futbol.
El murmullo de los adolescentes cada vez era mayor por la emoción.
Horacio estaba en primera fila. Sus compañeros presentes a su lado sonreían y comentaban sobre los regalos. Uno de sus amigos le preguntaba:
—¿Ya llegó tu padrino? —Él movía la cabeza afirmando que no.
De pronto se quedaba inmóvil, mientras sus compañeros se carcajeaban tendido por lo que estaban viendo.
—¡Eh, mira, Horacio! Ese debe ser tu padrino porque trae algo gordito y güerito como tú. —Otro comentaba
—Sí, es tu padrino. ¿Por qué ya no dices nada? —Ellos más se reían.
Horacio se quedaba mudo por un instante. Su mente analizaba las palabras de sus amiguitos.
“Mis amiguitos, mis compañeros de juegos siempre me han comparado con eso. Diosito, ¿qué significa eso?”.
De pronto se escuchaba una voz. Voz que por un instante le salvaba de más preguntas.
—Pido silencio por favor. Daremos inicio con el último pase de lista, tranquilos mis niños… ya se quieren comer al mundo, todo tiene su momento y hay que esperar. Todos los que estamos aquí, los queremos ver triunfar, sobre todo que sean gente de bien su mejor arma y serán bien aceptados en la sociedad. Los quiero y suerte a todos. Comentaba feliz la maestra del grupo de Horacio.
La cabecita de Horacio seguía llena de mil ideas.
“No pasaré al frente, ¿qué hago? Me hago el enfermo, se van a burlar, ¿por qué a mí? No, no voy a pasar”.
Tanto eran los nervios que se mordía las uñas de la mano y movía sus piernas como un muñeco de marioneta
Así transcurría el tiempo. Cuando era nombrado no lo pensaba. Se paraba de inmediato, se encaminaba a recibir el documento, después se acercaba con su padrino quien lidiaba con un simpático regalo; los maestros admirados sonreían, por la ocurrencia. Al igual sus compañeros.
—Este regalo es tu futuro aprovéchalo al máximo —comentaba su padrino. Y enseguida lo abrazaba para la fotografía del recuerdo.
Horacio aturdido por la angustia no entendía el mensaje. Cuando llegaban a casa:
—No entiendo cómo se le ocurrió darte ese regalito, mañana lo voy a vender para comprarte ropa —le decía su mamá un poco molesta.
Al quedar solo. Tiene razón mi madre, qué voy hacer con él. Pasaba la noche y a la mañana siguiente se despertaba por el ruido, buscaba alimento para calmar su hambre.
Ya avanzada la mañana, Horacio se subía a la hamaca para descansar. Poco después escuchaban gruñidos de cerdos que iban pasando por la calle, eso provocaba que girara la cabeza y, al ver la manada, exclamaba:
—¡Clarooo!, cuando sea grande mi cerdito lo voy a rentar, y que sea micha y micha por la prestada.
Al paso de los años Horacio se había convertido en un buen padre de familia, vivía cerca de la cuidad. Lo conocía como el “güerito”, dueño de la granja de cerdos, con eso; les había congelado la sonrisa a todos. Y aún mantenía su agradable sonrisa, lo reflejaba en sus mejillas rojas.
Miraba hacia sus criaderos y recalcaba: “Fuerza a lo que es débil”.