En un mundo donde todo lo real es imaginado, por un ser carente de emociones, y el deseo de supremacía es más poderoso que el enamoramiento de Dios, el pequeño mono de la jaula, con su pelaje capuchino, sus afilados colmillos y sus marcadas ojeras, espera sereno estirar su cuerpo sobre los brazos de madera; de una cruz sedienta de amor. ¿Qué busca el mono al copular con el delicado universo que se ciñe sobre su esbelto y ágil cuerpo? ¿Acoso busca la agonía que brinda el placer? O simplemente, ignorante de su destino, se entrega a los minutos que transcurren entre el momento en el que muerde la dulzura de una manzana y la neurosis del primer clavo atravesando sus metacarpos. Sólo el mono sabe cuántas ideas se consumen en el fuego de los infinitos segundos que existen entre su último alimento y la muerte. Sólo el mono, que con calma espulga sus rodillas, pretende no estar enterado de lo que la indiscreta mirada de su verdugo relame en su vitalidad. Mientras los segundos pasan sobre el blanco globo ocular del tiempo, verdugo y mono se besan en la distancia por última vez. Un grito de locura rompe el silencio. El mono es tomado por el cuello, una mano tan evolucionada que carece de pelo, lo aprieta fuertemente. Es mentira que el instinto te pone en guardia cuando sospecha la presencia de la muerte, eso sólo pasa cuando jamás tu piel ha sentido el dolor todos los días, cuando la adrenalina se mantiene en guardia para que huyas del peligro; pero, cuando el peligro siempre ha estado en casa no adviertes a la muerte. El triste mono baja la mirada, clava su voz en el hueco de la ventana, que abierta, celebra la entrada del sol. El ritual da comienzo. Para que el mono no se mueva mientras el verdugo lo clava en la cruz, es vendado desde las axilas hasta los tobillos en los estipes y sus muñecas son atadas con cinta adhesiva al patíbulo. Esta irrealidad le recuerda que aún está vivo, que sus pulmones aún le extraen la magia al oxígeno y que en esta isla repleta de verdad la piedad es una mentira inventada para prolongarnos la agonía. ¿Qué placer busca el verdugo al acariciar las plantas de los pies y las palmas de las manos del pobre mono? Le mantiene los ojos abiertos para que el triste animal le mire danzar a su alrededor, para que por primera vez vea la desnuda alma de un monstruo, que se tragó el dolor de su madre durante el parto y la maldijo por aventarlo al mundo, por no tenerle misericordia, por olvidarlo. El martillo cae, libre y pesadamente sobre el primer clavo, el sonido que se produce induce la micción del verdugo, mientras que un hilo de sangre corre sobre la pequeña palma del mono. Un segundo sonido provoca la defecación, el relajado ano del cristo deja que el olor a fermento escape, completándose el vaciado intestinal del torturador. Los pequeños pies son acomodados, la planta del izquierdo sobre el empeine del derecho, de tal suerte que parecen uno solo. El tercer clavo penetra con sólo dos sonidos. Los desorbitados ojos del observador se cierran, el martillo cae al suelo… Una apagada luz grita: “¡Madre… ¿por qué me has matado?!”.