Yo odiaba cocinar tanto como quien odia comer el betabel. Recuerdo que de niña tardaba horas en terminar un plato de sopa o de guisado, me lo comía despacito como rogándole a Dios que no me mandara tal castigo mientras mi papá me veía de reojo con esos ojos que lo dicen todo y me regañaba por no querer comer. Pero cuando él no me miraba, me escondía pedazos de carne en las servilletas y las guardaba en las bolsas de mis suéteres o debajo de las sillas que mi madre encontraba después de unas horas. Entonces yo corría tan rápido a esconderme debajo de los lavaderos y me quedaba escuchando a lo lejos los pasos que me buscaban para darme una buena nalgada.
Pero con los años fui aprendiendo que debía comer “lo que se me diera”, como decía mi madre mientras me contaba por milésima vez cómo vivió comiendo solo sopa de habas, galletas saladas y una coca en la selva de Veracruz durante su época de maestra. Entonces la veía de reojo y no me quedaba de otra, me comía con buena gana lo que hubiera en la mesa. Y terminados mis bocados subía a esconderme detrás de un libro. Me sentaba en las escaleras que llevan a la azotea y ahí me quedaba horas leyendo hasta que una voz me interrumpía, era mi madre. Dejaba el libro con desgano y bajaba. La encontraba en una cocina abarrotada de cosas, con verduras en la mesa, ollas en la estufa y el olor del chile tostado que inundaba toda la casa. Esos fueron mis primeros días en la cocina. Me ponía el delantal y limpiaba las zanahorias y los chicharos mientras ella se las ingeniaba para cocinar el arroz, el relleno de los chiles y me enseñaba cómo debía sazonar las cosas, todo al mismo tiempo. Y a lo lejos se escuchaba la televisión prendida, ese era mi padre que se la pasaba viendo partidos de futbol, el resumen del partido o los comentarios del partido de futbol, el caso es que en esa casa siempre se veía futbol aunque fuera un miércoles por la tarde. Así pasaban nuestros días en la casa. Mi mamá cocinando mil y un recetas y mi papá viendo el futbol, pero cuando a ella no le bastaban sus manos nos pedía ayuda, entonces todos íbamos y abarrotábamos esa pequeña cocina y terminábamos peleando por el espacio tan pequeño que teníamos para movernos. En esos momentos me inventaba alguna excusa para no ayudar, les decía que tenía mucha tarea o que debía estudiar para un examen y me escabullía lentamente a mi cuarto. Tomaba un libro y me escondía detrás de él mientras escuchaba el chillar de la olla exprés y a mi familia peleando por un espacio en la cocina. Pero mi lectura terminaba cuando veía pasar a mi papá con la harina. Ahí se me alegraban los ojos porque sabía lo que significaba, habría pastel. Dejaba todo y me iba directamente a la cocina, sacaba los ingredientes y entre él y yo creábamos pasteles de naranja y de vainilla. Todo se me olvidaba, cernía la harina, agregaba los huevos y juntos horneábamos pasteles marmoleados que nos comíamos en menos de dos días. Esa parte de la cocina yo la amaba, la pastelería, pero cuando me fui de casa ya hubiera querido ayudarle a alguien a cocinar o mínimo comer esa sopa de habas de la que siempre me hablaba mi madre.
Al terminar la universidad me mude a la mixteca oaxaqueña en busca de mi propio destino, o al menos eso creía yo. Me negaba a trabajar de maestra como todos querían, sobre todo mis padres. Y cuando vi la oportunidad de ser reportera, no lo pensé más y me aventuré a salir de casa. Estaba muy emocionada por todo lo que vendría. No solo entraría a trabajar a un periódico sino que lo haría en otro estado, lejos de todo lo que yo conocía hasta ese momento. Al principio me costó mucho dejar atrás no solo a mi familia sino también a mis amigos y amores que nunca volvería a encontrar, pero la emoción por irme me ganaba. Entré a trabajar a un pequeño periódico que cubría toda la zona mixteca, una de las más pobres del país. El trabajo ahí era arduo, muy arduo, diría yo, y el sueldo no tanto. Había días en los que viajaba de una a tres horas tan solo para una entrevista con algún presidente municipal o un diputado. Conocí artistas de todo tipo en esos lugares, pintores, escultores y cubría bloqueos carreteros, marchas, partidos de futbol y hasta casamientos en un solo día y lo hacía con tan solo tortillas con sal, frijoles y una rebanadita de queso en mi estómago. Tenía hambre casi todo el día y trataba de engañar a mi estómago con agua o alguna golosina, pero cuando llegaba la noche llegaba también el hambre. Entonces me iba a la cama para obligarme a dormir, pero no lo lograba. Y entre tanta oscuridad aparecía el insomnio y el rugir de la noche. Así pasaba la semana entera, entre el insomnio y el hambre que disipaba los sábados cuando llegaba el día de paga. Ese día salía corriendo al mercado para comprar esos chiles poblanos que tanto odiaba cocinar con mi madre, los tostaba en la estufa de la casera, los limpiaba y después les agregaba atún para llenar ese vacío de hambre que arrastraba durante toda la semana. Esos eran mis mangares, dos chiles rellenos que me llenaban no solo la panza, sino también mi corazón. Y entre lágrimas y dolores me los comía pensando en mi madre y en mi casa. Y fue así, que sin saberlo poco a poco le fui agarrando el sabor a la comida y a la cocina. Me levantaba todos los fines de semana temprano para ir al mercado y buscar verduras que me recordaran no solo a mi tierra sino también a quien me enseñó a cocinarlos, mi madre.
Semblanza:
Tania Cisneros García (Puebla, 1987). Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Autora del poemario En otro tiempo de la editorial SPUMEX (México, 2019). Ha participado en las antologías poéticas Luz de Luna III de la editorial Diversidad Literaria (España, 2017), Viejas Brujas II de la editorial Aquelarre (México, 2017) y en el libro cartonero Renuncio! de la editorial Ruta y Leyenda (Chile, 2018), ha publicado además sus cuentos “Sombra”, “Huaraches”, “Hormigas” y “Pasos” en diversas revistas electrónicas.