La neblina cae sobre la ciudad como una segunda noche. Los faroles de la calle se iluminan como pequeños soles en un universo estático. Ya no suenan gatos ni perros; son rinocerontes y pavo reales los que caminan y resuenan a lo lejos. Dalí llegó a esta urbe, creyó que todo era delirio. Lo que se ve, no está ahí, pero existe, aunque parezca ser una ilusión. En esta ciudad no se admiten sueños ni soñadores, solo sombras y artistas. Nadie ha escuchado de ella, pero todos hemos pasado por sus callejones y bulevares. Y puede que una que otra alma se haya perdido en ellos, la neblina tiende a ser quisquillosa y se enamora con facilidad.
Hay espectros y siluetas en habitaciones de edificios que se pierden en el dominio de la neblina. Pasan las horas, o quizá no pasa el tiempo, y se escuchan trenes, llantas sobre las calles de piedra, las pisadas de zapatos que no tocan el suelo. La noche huele a puerto, a petricor estancado. Esta ciudad consume y devora, los pavo reales no por nada transitan entre los callejones. Existe un dominio mayor, un deseo de perdición, ¿para qué explorar si no hay nada qué encontrar? Se sale cuando el rinoceronte así lo desea. El hombre que llega, no sabe lo que es, solo es un humano después de todo.
Las bancas bajo los faroles del universo estático no atraen insectos. Acá no hay espacio para los parásitos, no hay sueños ni soñadores. Dalí se topó aquella vez con un etéreo, la sombra de una otredad. Creyó verlo derretirse, creyó que el tiempo mismo caía al suelo por un hedor a perfumes humanos. El etéreo ululaba, vociferaba, agonizaba mentiras contaba verdades olvidadas. Translúcido, un cuerpo que se podía tocar y no sentir. En la urbe de la neblina, Dalí era el fantasma atrapado entre su racionalidad y el surrealismo.
¿Qué es un sueño a fin de cuentas? Los etéreos, los pavo reales, el rinoceronte; el humano, su raciocinio, su orden. Si el tiempo se derrite, si la neblina se puede enamorar, si la otredad es uno y no hay otro; si la razón no tiene cabida, ¿para qué molestarse con ella? Los obeliscos todo lo ven, todo lo saben, no hay nada que saber. El elefante lo carga, caminan por ellos, transporta las urbes y sus neblinas.
El petricor es espeso, asfixiante, tóxico. Los peces escupen tigres, la lengua vomita lo que no sabe y cree saberlo. Son en esos estanques, esos charcos entre las piedras de la calle, que los cisnes se bañan y temen a los pavo reales. El cisne no es cisne por su orgullo, es cisne porque así los confundió Dalí mientras se masturbaba llorando frente al etéreo. Sus lágrimas llenaron el cáliz de su locura, nunca eyaculó, el rinoceronte no lo permitió.
Una visita, una noche. Dalí envejeció y murió en la urbe sin saber que mañana su vida iba a comenzar. No llegó como surrealista, salió hecho uno. El artista, el soñador, el parásito. Creador, falso etéreo, amante de la neblina y el petricor. Un rinoceronte, una prisión, esa perdición por querer retornar y la imposibilidad de poderlo hacer. Una obra de arte, una simulación de su propia otredad. Dalí no es Dalí porque nació Dalí. Suenan las pisadas de otros. Un Borges, un Picasso, un Gabo, una Frida, y un espejo. La neblina anda quisquillosa y la noche aún es joven para seducir a otro más.
Semblanza:
Thomas Bornemisza es un escritor costarricense que cursa las carreras de Filología Española y Filosofía en la Universidad de Costa Rica. En el 2013 publicó la colección de cuentos “Callejones de la conciencia”, en el 2014 la novela Tu mirada está llena de saudade y en el 2016 se incluyó un cuento suyo en la antología De vez en cuento de la Universidad de Costa Rica.