-Las vas a pagar todas juntas.
Eso le había dicho su madre, años atrás, avergonzada de que el fruto de su vientre pudiese ser un hombre tan vil. A ésta se habían unido otras voces con el paso del tiempo, voces lloronas, desgarradas, coléricas. Siempre, tras tal afirmación, venía la garantía de su fatal destino: “de eso se encargará Dios”.
“Dios, claro”, decía él entre dientes y dejaba escapar una risita. ¿Y qué tenía que ver Dios con todo eso, con sus malas acciones, con su crueldad? ¿Cómo formaba Dios parte de cualquier suceso de este mundo, estando tan ocupado en sorber el alma y la sangre de sus siervos, allá, donde él reinaba? Por supuesto, pocas veces se había atrevido a defender tales pensamientos ante la gente que, ignorante como era, sólo atinaba a pronosticarle más desgracias.
Se burló siempre de todo, de todos, convencido de su superioridad. Pero un monstruo sólo puede ser destruido por otro peor. Cáncer, eso había dicho el médico, en estado muy avanzado. Él había escuchado historias terribles sobre los enfermos terminales, la forma en la que mueren, el dolor insoportable que los aqueja. Había opciones, claro, cirugía, quimioterapia, pero el caso era difícil. Se necesitaba, dijo el oncólogo, “un milagro”. Qué palabra tan ridícula, y sin embargo, martillaba fuertemente su cerebro. Milagro… milagro, qué término más complicado. Obra de Dios, y éste tan lejano, tan inexistente, tan… ¿Y cómo podría él saberlo, cómo estar tan seguro? ¿Y qué si Dios, después de tanta pereza hubiese finalmente decidido venir al mundo y preocuparse de algo o alguien además de sí mismo? ¿Y qué si, en un caso de inaudita mala suerte, hubiese echado un vistazo a su expediente? Había allí bastantes razones para castigarlo con una muerte lenta y dolorosa. Ésta era la causa probable de su actual situación. Lo comprendía ahora, era verdad, y estaba aterrorizado. Era cierto… Claro, Dios… Sí, pero… No podía… El dolor… El miedo…
De pronto escuchó el sonido como de una explosión a sus espaldas. La bala se apresuró hacia su cuerpo, la sintió penetrar por su costado implacablemente. De pronto la sangre lo rodeaba sobre el asfalto. ¿Quién habría sido? Un enemigo, cualquiera entre tantos que tenía. ¿Y qué importaba eso? Lo importante era que aquella mano vengadora y piadosa a la vez, al jalar el gatillo, lo había liberado del castigo divino. Se sintió morir, pero estaba contento. Él, el traidor, el inmoral, el anticristo, había conseguido, una vez más, salir glorioso con otro de sus embustes. Pero ahora no había engañado a una virgen o un corredor de apuestas. No, había conseguido burlar al mismísimo Dios. Se sintió en paz, sonrió por última vez.