Creía reconocer la zona. Enfrente estaba la estación del metro, a la izquierda, el supermercado, a la derecha, el crucero y en medio, el semáforo. Todo normal para la Ciudad de México. Bajó las escaleras del metro. Adentro todo parecía diferente, pero, después de tantos años fuera del país… las cosas cambian. Revisó los destinos de las vías y encontró la suya: dirección Cuautitlán. Pan comido. Una vez ahí, tomaría un taxi a su casa. Como el convoy no entró en ningún túnel, pudo ir viendo el ritmo de las avenidas. Con las imágenes de la ciudad tras las ventanillas, subieron mujeres en faldas de china poblana y hombres de piel curtida con sombreros de paja, envueltos en cierto olor a sol, sudor y estiércol. Quiso ver el nombre de la estación pero el tumulto se lo impidió. Esto ya no me parece la ciudad, se dijo. Iba sentado junto a una hermosa mujer, idéntica a aquella compañera infame de la universidad. Eran idénticas, pero ésta llevaba ropa barata y maquillaje oloroso. Se sonrieron. Valía la pena charlar con la versión accesible de la compañera presumida y prepotente. A punto de abrir la boca, se levantó por instinto para ayudarle a una anciana a subir al vagón. Al regresar a su asiento, la versión amable de la universitaria charlaba con el hombre que le había ganado el sitio. El sonrojo lo obligó a mudarse de vagón. En la cuarta estación, que parecía más una terminal de autobuses que un andén de metro, subió una mujer con muletas. Él, desde su plaza, estiró su brazo para brindarle ayuda. Cayó en la cuenta de que muchas personas caminaban auxiliadas por bastones, andaderas o muletas, que otras estaban un tanto maltrechas y que la mayoría tenía aspecto de gente de campo. Después de varias estaciones, el camino se había hecho ya muy largo. Vio por la ventanilla un puesto ambulante colocado milagrosamente en una ladera. Una mujer de requemada piel y sonrisa permanente atendía el puestecillo y un anciano vestido de cowboy se desplazaba con mucha dificultad hacia ella, quizá para comprar esas frutas desconocidas. Serán “pitullas” o “piyayas” o algún otro nombre raro, pensó. El tren partió de esa estación, que él decidió llamar La fruta, justo en ese momento se dio por perdido. El aire, el calor húmedo, la luz brillante del sol, el acento de la gente y los olores le parecían imposibles para la zona metropolitana. No sabía en donde estaba y cómo podría llegar a su casa desde ahí. En la siguiente parada, de lo que ya dio por cierto un tren, pudo ver el nombre del lugar: Coatepec de Oaxaca. Estoy verdaderamente lejos. Recordó que llevaba dinero en el bolsillo y se tranquilizó, pero de inmediato vino la angustia al no saber si llevaba pesos o libras. Se resignó a seguir viajando. Miró lentamente el vagón, se dejó obnubilar por el paisaje serrano y descubrió con ojos de turista los andenes de las siguientes estaciones. Sólo él podía erguirse y mover sus piernas sin ayuda de ningún artefacto. Constató también que era el único pasajero que había permanecido en el tren desde que éste partió de la Ciudad de México. Poco a poco, los vagones se fueron vaciando. Cuando quedó solo y el tren comenzaba su marcha dejando atrás una estación más, el sol comenzó a ocultarse. El final de su trayecto estaba ya muy cerca. Suspiró y recargó su frente sobre la ventanilla.
Semblanza:
Octavio Cano Silva. Filólogo, doctor por la Universidad de Barcelona. En el campo de la creación literaria, ha publicado cuentos en revistas electrónicas y el poemario Croquis (2015). Es autor de artículos de investigación sobre el español de México y del libro Explosión de posibilidades. Análisis estructural de algunos cuentos de Julio Cortázar (2015). En México ha sido profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México y lexicógrafo de la Academia Mexicana de la Lengua. Actualmente reside en Barcelona en donde se dedica a la investigación del léxico del español de México y a la creación literaria.