Me pierdo entre las fronteras del presente y el pasado. Recuerdo las vidas que no he vivido; las extraño. El pasado y el presente se adueñan de los momentos a capricho. Recuerdo el futuro. Sueño.
Las alturas me parecen adecuadas para explorar mis profundidades. Solo encuentro el camino de la duda como única forma de llegar a ellas. Miro desde el filo del edificio hacia el vacío. Si cayera, moriría de un solo golpe, eso espero. Si no muriera, desearía haberlo hecho, porque seguramente no tendría forma de recuperarme. Agonizaría entre episodios de mucho dolor. Solo pienso en la caída. Entro a la sala, ya es invierno. La nieve cubre los sillones y la nevera. En la azotea hace menos frío que adentro; afuera no hay nieve, al interior del apartamento sí. Imagino a la nevera tiritando de frío, quejándose de la incomodidad de moverse después de permanecer quieta por algunos momentos.
Las neveras no hablan, no se mueven, me digo.
Mi cabeza va y viene en una serie de quejas interminables. El cansancio pesa más de lo normal. La niebla de junio me hace pensar en lo difícil de haberme alejado. Duermo poco. En cada sueño hay una duda enorme. Dormir me hace pensar. Al despertar no puedo alejarme de todas las ideas. El problema de enredarse entre tantas preguntas es encontrar el camino de vuelta al inicio. Dudar tanto y caminar entre los muros que se vuelven cada una de las inquietudes, es peor que transitar por el laberinto del Minotauro. Por fin lo encuentro. El monstruo y yo; yo y el monstruo. Los dos nos miramos fijamente. Los dos tememos, nos odiamos a morir. ¿Qué debo hacer? ¿Luchar contra él? ¿Domarlo? Probablemente me mate, pienso. El hedor del Minotauro me recuerda el hambre que me consume hace horas; hambre de él, de mí.
Abro la puerta; la playa es gris. Hace frío. No hay más que el mar difuminado por la niebla. El oleaje me resulta discreto, poderoso; me arrulla. Pienso en lo difícil de extrañar a quien se ama. Lo extraño, lo sé. Lo amo, también lo sé. Cada paso es una pelea entre mis ganas de correr a buscarlo contra las de saber que se ha ido para no volver.
La textura lóbrega del paisaje me anuncia lo peligroso de nadar. Las ballenas se acercan más a la playa cuando no hay señal de vida. El gris anuncia la ausencia de la vida, mi vida. ¿Estoy muerto? La niebla de junio no responde; es pesada, dolorosa. La pasividad del oleaje me aterra.
Recuerdo cuando me fui de Santiago. Hacía frío, del mismo que corre cuando uno está muy cerca de los Andes y se les puede ver desde la ventana del apartamento sin dificultad. Horas antes, Pablo y yo nos embriagamos para celebrar cierto cariño difícil de confesar. Él me dijo que fumara un poco, que disfrutara la última noche en Chile. No habíamos sonreído tanto como hasta ese momento. Inhalé y dejé reposar el humo dentro de mí. Pablo también fumó. En algún momento tuve ganas de ir al baño; estaba aturdido. No sé si el humo me puso así o fue el hecho de saber que pronto dejaría esa ciudad. Sería casi imposible volvernos a ver.
Otro recuerdo me atrapa. Visito una de las salas del museo. Intento leer la etiqueta de una pieza empotrada en la pared. Camilo se acerca. Se para detrás de mí. Sonríe. “¿Es complejo, no?”, me pregunta. “Sí, bastante. Me recuerda al desorden de mi vida”, le respondo. No quiero que se vaya; al parecer él no quiere irse. Me guía por todo el lugar. Pregunta las razones de mi visita. Al final me despido de él con un abrazo largo, de esos que no piden ni dan, solo confiesan. Él simplemente dice “Ojalá hubieras llegado antes; me hubiera gustado abrazarte mucho antes”. No respondo, voy escaleras abajo y recuerdo cuántas veces me lo ha dicho en otros sueños. Tengo hambre. Me alejo del museo sin mirar atrás.
Busco la banca más solitaria del parque y me siento a comer. Extraño mi casa y la piel blanca de Oscar. Pienso en lo maravilloso de poder mirar los Andes al despertar. Un hombre se sienta a mi lado. No presto atención hasta que escucho su voz. Es Camilo. “¿Qué haces aquí?”. Le pregunto. “Vine a caminar. Te vi a lo lejos y pensé en hacerte compañía”. Dice mirando al cielo. Hablamos de sus planes, pronto se irá a Brasil. Se internará en la selva y desaparecerá para siempre.
En algún momento el frío se posa sobre nuestros cuerpos. Camilo habla. Mi mirada sigue el movimiento de sus labios. Solo pienso en cómo será nuestra despedida. Cuando termina su monólogo, digo algunas tonterías; lo miro sonreír. Quiero guardar el recuerdo de sus ojos y el sonido de su risa sin control. Me pongo de pie. Me mira con esos ojos que te invitan a volverte loco de amor. Nos abrazamos. “Ojalá hubieras llegado antes; me hubiera gustado abrazarte mucho antes. Pero lo haré en algunos años, cuando me hayas olvidado”, me dice mientras acaricia mi mano.
Antes de salir de casa de Pablo, tuve que orinar; el trayecto al baño fue sencillo; el camino de regreso a la sala se volvió una hazaña difícil pues con mi partida dejaría los Andes. Sabía que no volvería a ver a Camilo. Ojalá hubiera llegado antes; me hubiera gustado abrazarlo mucho antes.
El agua fría del mar moja mis pies. Tengo miedo de encontrarme alguna ballena en la playa. No por el enorme animal, sino porque seguramente estará muriendo. No podría moverla yo solo. ¿Cómo la consolaría? No canto en la lengua de las ballenas. La abrazaría con la pequeñez de mis brazos y le diría que todo estará bien. La dejaría morir mientras permanezco sentado a su lado. El agua deja de ser oscura cuando pasa sobre mi piel. La oscuridad está en el fondo del mar. Quiero visitar el fondo negro que hace al agua parecer el pelaje de una pantera. A prisa me desnudo. Intento alcanzar las olas que se esconden en ellas mismas. Entro en las fauces del felino. Me traga. El interior de la pantera es oscuro. ¿Así se siente morir al ser engullido por felinos salvajes? El estómago de la pantera suena como el mar.
Abro los ojos. Miro el ojo de la ballena. Ella llora porque ha empezado a morir; me habla pero no entiendo. No hablo la lengua de las ballenas. Intento abrazarla; mi ojo y su ojo se encuentran. Me ha hecho saber su dolor. Me pregunta las razones de mi tristeza, por un momento dudo, pero con la mirada le cuento el adiós de Oscar. Ella llora con más fuerza todavía; bebo sus lágrimas. No sabía que no lo volvería a ver, me digo como único consuelo. Tal vez lo abrace otra vez, cuando ya me haya olvidado. Tal vez lo busque veinte veces más, veinte vidas más. Cada muerte será un reencuentro. Cada vida una ruptura tan dolorosa como para volver a buscarlo y tratar de olvidar el desgarro de saberlo lejos de mí.
El ojo de la ballena se cierra; al fin ha muerto.
Despierto desnudo, las sábanas apenas cubren una parte de mí. El calor del verano me consume. Son casi las 8 de la mañana. La luz del sol quema. Por un momento no entiendo lo que sucede. Todo me parece absurdo, desordenado. Respiro. Poco a poco recuerdo quién soy. Vivo en el quinto piso de un edificio al norte de la ciudad. El sol es hermoso. Reviso los boletos de avión.
Prendo la televisión, el noticiero presenta la terrible noticia: encontraron una ballena muerta en la playa; seguramente murió durante la noche pues el olor ya es insoportable.
Escucho a Oscar cantar. Le digo lo mucho que lo extrañé durante la noche. Su risa me alegra el día, después me pregunta si ya le di de comer al gato. Intento responderle que no, pero el felino se adelanta. “No soy un gato cualquiera, en mis vidas anteriores fui una pantera. Me alimentas con porquerías; antes fui un gran cazador. Te volveré a comer cuando me hayas olvidado”, dice con una voz tan grave como la mía. Lo miro. Me mira; mueve su cola con desdén.
¿Cuántas drogas me metí anoche?
Me asomo a la cocina, Oscar no está; mis ganas de volverlo a ver se han burlado de mí. Recordarlo es doloroso.
Entro al baño. Miro mi reflejo en el espejo, veo al Minotauro; su hedor me recuerda el hambre que arrastro desde la noche, hambre de él, de mí. Le pregunto qué quiere. “Déjame libre. El monstruo eres tú”, me dice. El vuelo a Santiago de Chile sale a las 8 de la noche. Saco la cara por la ventana; miro al vacío. El filo del edificio me parece adecuado para explorar mis profundidades.
Semblanza:
Israel Nicasio Álvarez. Tesista de la Maestría en Historia en la UNAM. Profesor en la Licenciatura en Enseñanza de Lenguas, en el área de Lengua y cultura, de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, Campus Calpulalpan. Profesor de Formación Cívica en la Secundaria 291, Ing. Javier Barros Sierra.