Estamos en la línea de partida para iniciar la carrera de diez mil metros planos. El vencedor obtendrá la plaza para los próximos juegos olímpicos. Somos dieciséis fondistas que lucharemos paso a paso por el honor. Nos conocemos y la competencia quedará circunscrita a tres de nosotros, el resto hará méritos y ganará experiencia.
Burgos es el rival a vencer y López daría la sorpresa si sucediera algo imprevisto, fuera de control e inexplicable. Saludo a Burgos y le recuerdo que esta vez será más difícil y le costará mucho relegarme al segundo lugar. Me lanza la sonrisa de superioridad que me encoleriza y la palmadita que remece mi hombro es el juramento invisible de mi máximo esfuerzo.
Estoy mentalizado y dispuesto a borrar las dos derrotas anteriores. Me he preparado físicamente y puedo asegurar que mi organismo es la máquina muscular afiatada, dispuesta al sobre esfuerzo sin comprometer mi salud. El plan de entrenamiento diseñado por el equipo es milimétrico y el soporte nutricional lo complementará. Observo las tribunas llenas y el aliento que baja de ellas me escarapela la piel. Escucho la voz tranquila de López deseándome suerte y entiendo que está derrotado antes de empezar.
Escuchamos las órdenes del juez y el sonido del pistoletazo remece mis tímpanos. Rápidamente ganamos la parte interior de la pista y nos ordenamos. Mis contrincantes directos ocupan la última fila y hago lo mismo. Es una prueba de largo aliento y las posiciones iniciales no indican nada. Los inexpertos apuran el paso y se desprenden del pelotón. Unas vueltas más adelante los rebasaremos sin problemas. El tañido de la campana se sucede en cada giro finalizado. Al promediar los cinco mil metros, Burgos se separa de nosotros y lidera la competencia. Tal como lo predije, los corredores que nos aventajaron al principio ceden ubicaciones y dejan de ser un peligro. Se convierten en acompañantes que pugnarán por finalizar el evento.
Escucho que López intenta no rezagarse y su respiración jadeante se intensifica cada vez más. No voltearé a verlo porque me desconcentraría. Mi objetivo está a treinta metros. El número de Burgos en su dorsal indica claramente que me saca ventaja en cada vuelta. Calculo que ya debe estar a cincuenta metros delante de mí.
Estoy preparado para esta contingencia. Agrupo mis fuerzas, canalizo las energías y la mente la pongo en modo automático. Por mis músculos corre la sangre necesaria y el consumo de glucosa se da correctamente. No estoy cansado y acelero la marcha. Poco a poco acorto la separación existente y distingo la espalda de Burgos muy cerca. Estoy consciente que el segundo aire de mi cuerpo ha empezado a funcionar y me da la chance del esfuerzo final.
Me he acercado al líder y no he reparado que López empieza a respirarme en la nuca. Escucho mejor su jadeo dificultoso y, sin voltear a verlo para no desconcentrarme, imagino que quema las últimas reservas energéticas. Contengo las ganas de saber qué tanto se me ha aproximado y sigo persiguiendo a ni odiado rival.
Faltan dos vueltas para el fin y Burgos está diez metros adelante. En cada zancada acorto la distancia y alcanzo a distinguir que hace un medio giro con la cabeza para detectarme. Sabe que estoy yendo a cazarlo. Entramos en los cuatrocientos finales y el griterío del público es ensordecedor.
Oigo la voz de mi padre. Me grita que entregue el aliento final para la victoria. Me dice al oído que merezco la gloria y que desde el cielo me empuja al triunfo. Mi corazón late desbocado, la dificultad respiratoria se acrecienta y empiezo a ver nublado. Me repongo y el hombro derecho de Burgos está a mi costado. Me mira asustado, convencido que ocupará el segundo lugar. Devuelvo el gesto con aire indiferente y nos acercamos a la recta final. Detrás de nosotros los pasos apurados de López repercuten en cada pisada sobre la pista. ¿Cómo ha hecho el muchacho para casi alcanzarnos? Mi ojo derecho no lo visualiza, pero siento su presencia acercándose. Quedan diez metros para romper la cinta. Llevo un paso de ventaja, falta poco. El corazón está por estallar y, antes de que cruce la línea de sentencia, soy elevado, despegado de la tierra. Desde lo alto distingo mi cuerpo caído a dos metros de la meta y veo a Burgos llegando casi desfalleciente. Lo que me desconcierta es que López está a cien metros detrás de mí.
Semblanza:
Oswaldo Castro Alfaro. Piura, Perú. Médico. Administrador de la página Escribideces – Oswaldo Castro. Publicaciones en físico y en más de 30 plataformas, portales y revistas on line. Premios literarios y menciones honrosas.