Es que hacían mucho ruido y yo tengo el sueño muy ligero. Se lo había explicado a Ramón. Usted me entenderá. Además había acordado con él, que después de las diez el departamento debía estar en silencio y que las visitas se restringirían. Soy razonable y sé que a veces el horario puede ser flexible por casos extraordinarios, como la llegada de un familiar o por salir tarde del trabajo. Pero una novia o amiga, sabiendo que yo estaba solo y con el sueño ligero, eso sí que no. Óigame: qué falta de solidaridad y de respeto. Eso es burla, ¿no? Dirá que exagero, pero tendría que haberlo vivido. Además, ¿qué clase de chica va al departamento de dos hombres solos?
Ella empezó a venir el lunes. Lo supe porque escuché sus risas del otro lado de la pared que separa mi cuarto del de Ramón, y por sus zapatitos de charol rosa que siempre dejó junto a la puerta de entrada. Es un solo día, pensé. Salí de mi cuarto a lavarme los dientes y vi en el comedor una botella de vino vacía. Otra vez sus zapatitos. Después me dormí. Pero a las once treinta me despertó una carcajada que me alteró los nervios y espantó el sueño. No pude evitar molestarme. Pero como le dije, soy racional, así que consideré que había sido un descuido. Me limité a golpear tres veces la pared y fue suficiente para que dejaran de hacer ruido. Pero de ahí: vuelta y vuelta y vuelta en la cama hasta el otro día.
El martes, cuando llegué al departamento ya estaban otra vez sus pinches y bonitos zapatos de charol. Pasaron las doce y ella nunca se fue. Y con la televisión a alto volumen, sin ninguna consideración. Yo con los ojos pelones. Con mucho estrés del trabajo, cargando también los traumas del gran hijo de puta que tengo por jefe. Salí de mi cuarto y fui al de Ramón. Toqué y toqué. Le dije que le bajara a la tele. ¿Me creerá que no me contestó el condenado? Pero bajó el volumen. Regresé a mi cuarto. Y otra vez, vuelta y vuelta, contando borregos hasta el amanecer. A la mañana siguiente me miré en el espejo del tocador, no se imagina cómo traía los ojos de hinchados.
El miércoles regresé a casa a las once de la noche pensando que ahí estarían de nuevo. Pero buena mi sorpresa que no vi sus zapatitos, ni a Ramón. Me dije: esta es la mía, por fin podré dormir. Supuse que mi amigo Ramón entendió y se fueron al departamento de ella. Me acosté y empecé a acariciar un sueño hermoso. Pero a media noche me desperté al escuchar unos ruidos. Zig, zig, zag, zag, como de cepillada de dientes. Levanté la cabeza y vi luz debajo de la puerta. Él trataba de hablar quedito, pero yo lo escuchaba; ya le expliqué que tengo el sueño ligero. Recosté la cabeza. Me cubrí con la cobija dejándome solo la nariz descubierta. A los diez minutos: la taza de baño y unos pedos. Apreté los puños. Pataleé, apreté y apreté. Quizá eso me fatigó; empecé de nuevo a rozar el sueño. Los ojos se me cerraban. Y cuando creí que por fin podría dormir: otra vez los pinches ruidos. Esta vez, chac chac, fuuuu. La regadera y el boiler. Alguien se estaba duchando. Miré el reloj y apenas era la una. Qué hubiera dado porque fueran las seis. No supe si fue ella o él. Quise pesar que era la chica y me imaginé que se pasaba el jabón por los muslos y nalgas. Enseguida empecé a llorar y apretar los puños acordándome de mi mamá. Le grité a Ramón que se callaran pero no contestó.
El jueves regresé a medianoche. Sabía que ahí estaban porque vi la luz del cuarto de Ramón y los zapatitos en la entrada. Me pareció que dormían porque no escuché ruidos. Me metí a mi cuarto y me acosté enseguida. Tal vez Ramón lo reflexionó bien y hoy será mejor, pensé. Pero un rato más tarde empecé a escuchar gemidos y rechinidos de colchón. Salí de mi cuarto jalándome el cabello. Pero después me contuve. Me puse a hojear un libro y esperé a que se la terminara de coger, a que se durmieran, a que soñaran, a hacer lo que sin piedad me habían prohibido hacer a mí.
Y el viernes, sí amigo, increíble, el viernes a las dos de las mañana: los ladridos de un perro me despertaron. ¿Puede usted creerlo? Habían llevado un cachorro y lo tenían en el cuarto. Me levanté, pateé la puerta, maldije, le volví a llamar. Pero no abrió. Le dije a Ramón que qué se había creído. Empecé a llorar de nuevo. Flexioné las rodillas y me deje caer. Y enfrente de mí esos pinches zapatitos de charol rosa. Vencido, me levanté, me fui a acostar al asiento trasero de mi auto y a pasar un frío de los mil demonios. A las seis de la mañana regresé al departamento. Me bañé. Esta vez esperé a que Ramón la despidiera… la descarada se iba temprano. No le había visto la cara pero vaya que ya la odiaba.
Encontré a Ramón en la cocina y le pedí que no se portara así conmigo. Y el hijo de la chingada tomó su pan de la tostadora y le puso mantequilla mientras yo le decía que no estaba cumpliendo lo acordado, que se apiadara de mí y viera lo demacrado que ya estaba. No dijo nada. Solo me miró a los ojos, retador, y se salió de la cocina. Me hubiera gustado que me encarara, que me enfrentara, incluso que me partiera la madre. Tal vez con eso, otro habría sido el destino de los tres.
Semblanza:
Francisco Javier Argüelles Vivas (Ciudad de México, 1983). Es investigador en el área de ingeniería de yacimientos petroleros. Actualmente reside en Austin, Texas.