Hay que morir antes de renacer
CarlosFuentes en Aura.
Eran las 2 am cuando recibió la llamada. Octavio dormía plácido. Abrió los ojos ampliamente como para darse cuenta de que eran reales los timbrazos, no hacía falta levantarse. Estiró un brazo y tomó el auricular del teléfono.
—¿Diga?, más vale que sea importante—dijo Octavio aún somnoliento.
—¡Octavio! —gritó una mujer desde el otro lado haciendo que despegara el auricular del oído.
—Oye, oye. No hace falta ese tipo de entusiasmo, Sara.
—Oh, disculpa. Llevo 5 tazas de café y aún me faltan 5 horas para que termine mi turno.
Octavio, 80 años de edad, era el jefe de una pequeña caseta de vigilancia de la zona.Tenía más de 50 años de servicio. Hoy, pensaría después, recibiría la llamada que los oficiales de la caseta, conocidos como «los caseteros», volverían a recordar para sus pláticas de ocio.
—Sí, Sara. Entiendo. Mejor dime, ¿a qué se debe la llamada?
—Bueno, no sé cómo ponerlo, pero te necesitamos porque hay una situación de emergencia.
—¿De qué trata?
—“La pulga” detuvo a un hombre, cuando lo dejó en la celda me pidió que te llamara y créeme estaba blanco de miedo.
Oscar era conocido como “La pulga”, apodo ganado por ser el más alto entre los caseteros, además de ser el más viejo del equipo, claro, antes de Octavio.
—¿Qué tiene de especial el detenido para queme hagas despertarme? —dijo mientras sus ojos se movían como aquel gato Félix en su versión de reloj de pared.
—No lo sé, Octavio. Sólo sé que salió blanco y créeme, conociendo a “La pulga” tuvo que ser algo espantoso.
Sara era la secretaria. Joven de 24 años. Practicante del oficio. Morena. Estatura baja y robusta. Muy simpática.
—¿Anda por ahí Oscar?— preguntó con tono de enfado.
—Sí, ¿quieres que lo ponga al teléfono?—contestó en tono aliviado.
—Por favor —lo dijo dando un suspiro resignado, mientras en el fondo se oían quejidos y regaños.
—¡Jefe! —Otra vez ese entusiasmo ensordecedor haciendo a Octavio cerrar los ojos.
—¿Qué sucede, Oscar?
—Jefe, siento que se le despierte hasta esta hora pero aquí hay un detenido raro. No sé cómo manejar la situación necesito de su ayuda.
—¿Cómo se llama el detenido?
—Se hace llamar Alberto Jaime Elmer.
—¿Se hace llamar?, ¿no trae identificación?
—No, jefe, y eso no es lo más raro y mire que he visto las cosas más raras.
Y Octavio lo sabía. Hace tiempo Oscar atendió una llamada sobre un niño que se fue por una alcantarilla cuando perseguía a su gato. El niño fue encontrado,empapado y apestoso, contento y jugando con el gato a varios metros del lugar.“Seguramente flotó”, dijo Oscar a Octavio aquel día.
—¿Qué es?
—Dice que lo conoce… se refiere a usted —lo dijo como si le estuviera confesando algún secreto.
—¿Y cómo es? —preguntó Octavio serio,mientras omitía las voces que escuchaba al fondo, pensó que era voces de algún lugar distante, «debe ser una interferencia o cruce de canal», pensó.
Mientras recibía por teléfono la descripción, Octavio revisaba entre los archivos de su memoria (para él aún lúcida pero cansada), como álbum de fotografías, caras de frente y lateral de las personas fichadas, buscando una referencia de Alberto Jaime Elmer.
No encontró coincidencia.
—Y hay algo más, jefe. Pidió hablar con usted, en persona. “Deseo hablar con Octavio”, así me lo dijo jefe.
Esto lo estremeció. Octavio, o cualquiera de los casetos, nunca proporcionaban datos como su nombre real. Cierta vez una señora fue detenida porque la vecina se estacionaba frente a su casa. Con el pretexto de que la «calle es libre» se armó la discusión. Octavio tomó partido a favor de la vecina y la señora detenida, en plan de venganza y al pedir el nombre del oficial a cargo, a partir de ese momento se refería al jefe de la caseta como “Octavio el callejero”.Por eso los caseteros omitían dar su nombre real a los detenidos.
—Oscar, hazme un favor, necesi… —fue interrumpido por una voz opaca y débil, como proveniente de alguna película de terror.
—¿Tengo el gusto de hablar con Octavio?
Por un momento ambos guardaron silencio. Al no reconocer la voz de alguno de los casetos (apodo de cariño), dedujo que se trataba del detenido que se hacía llamar Alberto Jaime Elmer.
—¿Qué deseas, hijo?, ¿dónde está el oficial que te puso en custodia? —preguntó sereno, Octavio.
—Muerto, como todos los demás de esta pocilga llamada La caseta (pronunciado en un tono irónico) pero ese no es el punto “Tavito”, ¿puedo llamarte Tavito? —«ya lo hiciste», pensó Octavio—. El punto es que estoy atrapado en este mugroso lugar y según dicen que tú eres la persona que puede darme la llave.
Los casetos idearon una estrategia hace tiempo en caso de motín o asalto. Las puertas se pueden abrir solo desde afuera, en el caso de que alguien quisiera escapar no podría, por lo que siempre había un oficial fuera de la caseta en el caso de una emergencia. Alberto Jaime Elmer es una emergencia y “Tavito” en efecto tiene la llave.
—Lo siento, hijo, no puedo dejarte ir, de hecho daré notificación a las autoridades y tu trasero estará para el amanecer en el “pueblito”.
El pueblito es el nombre con el que se conoce a la penitenciaría del estado.Alberga a todo tipo de delincuentes, formando entre ellos «pequeñas sociedades»
—¡Aaah, suéltame! —se escuchó en el fondo el grito ahogado de una mujer, sabía de quién se trataba.
—Tavito, por favor. No estás pensando correctamente, los casetos estarán muertos para ese entonces, pero la perra de tu secretaria no lo está. Y deja que te diga, tengo una, digamos, debilidad por los culos anchos —el tono fue lúgubre. Octavio pudo imaginar al desgraciado echar baba.
Una mueca de ira se formó en la cara de Octavio, sintió náuseas al referirse a Sara de esa forma.
—Bien, Tavito. Ya que tengo tu atención este es el trato: tú me dejas ir y ella se salva, ¿qué me dices?, ¿ley o razón?
Octavio se quedó unos segundos mirando al infinito, analizaba los escenarios.
—¡Púdrete! —gritó Octavio con todas sus ganas, omitiendo el mar de voces que persistían en callarlo.
Al colgar el teléfono, Octavio regresó su brazo tembloroso y lo colocó en su costado. Después de algunos minutos sonó de nuevo el teléfono contestando inmediatamente; esta vez no hubo voz entusiasta.
—¿Sí? —salió casi un silbido de voz.
—¿Octavio?, buenas noches —reconoció la voz, era el Jefe de la sección.
—Jefe —esta vez la voz salió fuerte y segura.
—Siento despertarte a estas horas de la madrugada —«ya estoy acostumbrado», pensó— tenemos un problema.
—Lo sé, están muertos los casetos —el tono salió melancólico pero con la esperanza de que el Jefe tuviera alguna noticia adicional.
—Pero, ¿qué dices? —casi con un grito—.No sé de qué sueño te saqué pero hace algunas horas se ha escapado un delincuente, se llama Alberto Elmer y necesitamos refuerzos.
Mientras el jefe explicaba los detalles de la huida de Elmer y cómo varios caseteros llegaban a la estación. Detuvo en seco al jefe tras deducir que estaba teniendo un Déjà vu.
—Espere, creo saber a dónde se dirige. Se dirige a la caseta y cometerá una masacre, deben…
—¡Qué locuras estás diciendo!, mira, entiendo que te desperté, tu cerebro no opera de la misma manera que antes, pero en verdad en este momento necesito refuerzos.
—¡Jefe!, de acuerdo, no sé cómo explicarlo pero deben prepararse. Deben cerrar las puertas… —de nuevo ese mar con olas de decenas de voces se estrellaron en su mente.
—¡Diablos, Octavio, te necesito aquí!
—Jefe, por favor escuche, no deje… —fue interrumpido por el Jefe, como ignorando que estuviera alguien detrás de la línea.
—El oficial Oscar trae a un detenido. Parece que ya lo detuvo.
—¡Nooo…! —gritó tan fuerte como pudo.De nuevo esa ola de voces.
Sin concluir su grito y cerrando los ojos escuchó golpes y lamentos; pudo oír una detonación —«cayó el jefe» pensó Octavio—. Sara gritó y guardó silencio abruptamente. Sus ojos se abrieron como platos al escuchar de nuevo esa voz opaca y débil.
—¿Qué dices, Tavito?, ¿lo intentamos de nuevo?, esta vez, ¿me dejarás salir?
Ya sí Tavito, aun con su mano en forma de auricular, se quedó acostado, como de costumbre, mirando al techo de su oscura habitación de aquel hospital para enfermos mentales, cobijado con un Alzheimer que poco a poco lo está jubilando de su cargo.
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Semblanza:
Mi nombre es Joel Almeida García, soy licenciado en Comunicación, tengo maestría en Pedagogía y estudio un doctorado en Desarrollo Humano. Actualmente soy docente de tiempo completo, en la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, de la Universidad de las Californias Internacional. Mis áreas académicas son Comunicación escrita, Taller de redacción, Literatura contemporánea latinoamericana, Persuasión y Ética de la comunicación.