Chilelo anda buscando a su hijo Guilile. La temporada de lluvias ha llegado y con esto muchas horas de trabajo. León, el más grande de sus hermanos juega con ellos. Aunque dicho mejor es el niñero por ser el mayor, su madre está a punto de recibir a otro chamaco, ya son doce entre hermanos y hermanas, pero la cuenta seguirá creciendo.
Viven en San Tadeo, es un pueblito a siete kilómetros al oriente de Tepetongo en Zacatecas, no hay mucho futuro en ese lugar, todos los antepasados de Guilile ahí nacieron y ahí han muerto, es muy probable que él termine igual. Dos cosas hacen del lugar un paisaje mexicano clásico, su río, ancho, de poco caudal pero transparente y fresco, con guijarros multicolores que matizan su fondo superficial, y luego, los inmensos mezquites que dominan la vista en todas direcciones.
Guilile juega a caminar de espaldas, apenas hace dos días, su padre ha traído del pueblo unas correas de cuero, para que los hermanos más grandes le confeccionen unos huaraches nuevos. Han conseguido una vieja llanta que aún conserva algo de bajo relieve de la rodada y con eso le han hecho las suelas. Camina hacia atrás, porque deja sus huellas con el grabado del neumático en la tierra, lo divierte poder ver la impresión en el suelo. Sabe que quien vea las huellas dirá: por aquí pasó Guilile.
Pasarán unos meses antes que el caucho pierda sus figuras y su pisada solo pinte en la tierra el contorno de la suela, por lo pronto es de los afortunados, no es fácil conseguir en el pueblo llantas así en el mil novecientos cuarenta y uno. Los hermanos más grandes han logrado hacer cuatro pares de sandalias para los más pequeños, usando todo el piso del neumático.
Por fin Chilelo lo encuentra cerca del río, está como loco saltando para dejar sus huellas de llanta en un claro de tierra.
–Guilile, mijo, te vas a ir a trabajar con mi compadre Panchito, ya ves que no tiene muchachos el pobre, y con la venida de las aguas necesita sembrar rápido su parcela.
–¿A qué apá?
–Él te va decir, seguro te va a enseñar a plantar las semillas de maíz, a limpiar de malezas la labor, a formar los surcos que va desbaratando el agua.
–Mañana bien tempranito empiezas, yo te levanto y te llevo a su casa pa que te vayas junto con él a la parcela.
Guilile cavila, pero sabe que así es la vida en ese lugar, a otros de sus hermanos, su padre los alquila por temporada de siembra o de cosecha, para que ayuden en las diferentes parcelas de los conocidos. Los dineros que recibe le ayudan a mantener a la prole y todavía le alcanzan a Chilelo, para ponerse unas buenas borracheras.
Aun la vida no se ensaña con él, a pesar de las necesidades, tener tantos hermanos es un bálsamo, porque siempre están haciendo travesuras y explorando los alrededores, que son lugares en un estado casi virginal.
La cena ha sido muy buena, aparte de los infaltables frijoles graneados y las gordas de maíz, hoy les han servido un chile colorado con nopales y algunos pedacillos de carne de puerco, les saben a gloria, además han comido todos hasta saciarse, por lo menos, en la madrugada al momento de partir, no habrá hambre y enfrentará esta nueva aventura con la panza bien llena.
En un petate de ixtle, desperdigado entre todos los demás, Guilile es el único que no puede pegar el ojo, hace ya un buen rato que Chilelo chico y Cuco han dejado atrás la competencia de flatulencias sonoras, que han resultado tan divertidas como olorosas. Se pregunta cómo lo tratará el campo de siembra, para un chiquillo de casi siete años todo es juego.
La luz de las velas en la madrugada, parece insuficiente para que el niño pueda vestirse y amarrarse las correas de sus huaraches, su papá con fastidio le ayuda a apretarlas fuerte.
–Está listo, mijo, jálele pa con el compadre Pancho.
–Tengo muncho sueño, apá –le dice el niño.
En realidad le importa poco al padre. Solo hace lo que han hecho quienes estuvieron antes que él, criar prole como conejos, y presentarlos al trabajo apenas puedan sostener herramientas, y aguantar una jornada abrazadora en las parcelas.
Llora muy bajito para no molestar al hombre, no quiere ganarse una tunda por disentir. No habrá sol pronto, el cielo gris no lo permitirá por otro rato, el tiempo de aguas se anuncia con nubarrones que presagian revuelta.
–Aquí está, compadre, le traigo al Guilile, pa que le ayude en la labor.
–Está chiquillo.
–Pero es bien corrioso y no para, es un resorte el condenado, de seguro con el acaba de echar la semilla pronto.
–Pos a ver cómo nos va, Chilelo. Luego te paso unos centavos en cuanto vaya a Tepetongo, venderé unos huevos y dos costales de maíz que tengo de sobra.
–Ándele, compadre, aproveche que hay vienen las aguas. Mire como se ve el cielo pardo.
En la lejanía unos relámpagos iluminan el horizonte como estrobos de luz blanca, que al alcanzar la tierra y desvanecerse, se tornan de un rosa muy suave. Guilile se cuelga cruzado entre su hombro y pecho, un atado de semilla de maíz que la da don Panchito, pesa unos cinco kilos por lo menos, le magulla su carne tierna, lo acomoda, suspira, se limpia las lágrimas, empiezan a andar los dos kilómetros de camino, que separa aquella casucha de las parcelas.
Aun es de madrugada, la poca luz que hay solo muestra que la tierra necesita más trabajo del que había anticipado el hombre. Desde el barbecho y la preparación de los surcos han crecido algunas malezas, para acabarla de amolar, los vientos de la noche anterior han amontonado algunas hierbas secas y basura entre el monte.
Don Panchito se chupa los dientes en señal de desaprobación, tiene que regresar por un azadón y un zapapico para limpiar los surcos, habrá que ir a levantar a don Lupe para pedirle el talacho que le emprestó unos días atrás, de una vez arrimará más semilla para terminar ese mismo día.
Guilile lo ve renegar, no le gusta que se enojen, no le gusta cómo se ve el cielo, y menos la soledad que flota en aquella nada, ni los chanates crascitan esa mañana.
–Chamaco, tengo que ir por unas herramientas y más semilla.
–Sí, vamos –le contesta el niño.
–No, no vamos, yo voy, tú te quedas pa que cuides las gordas de la comida, también las semillas. Los tlacuaches y los mapaches dan con todo lo que sea tragable, orita nos dejan sin comida.
El mundo se le viene encima a Guilile, tiene pavor de quedarse solo, por respeto no puede protestar, pero eso no impide que gimotee y busque que el hombre no lo deje ahí esperando.
–No me deje, don Pancho, me da muncho miedo quedarme solito.
–No sea collón, mocoso, aquí no hay nada, acuérdese que Chilelo me lo emprestó pa la joda, no pa que la haga de su pilmama, ándele siéntese y ahí tese, si se arrima un mapache, nomás lo espanta.
El hombre le da la espalda, empieza a caminar el sendero de regreso. Guilile se sienta en el suelo, mete la cabeza entre sus rodillas, de reojo ve cómo se alarga la inmensidad, cuando el hombre que se aleja, se pierde tras una lomita. El llanto que lo zarandea, es de un sentimiento sobrecogedor, es demasiado para un niño de seis años sufrir de esa manera.
Permanece obediente en el medio de la nada, llora, gime, a veces grita, otras invoca a su mamá y a su hermano Julio, quién de todos es con el que hace más migas.
La crueldad de la naturaleza perece ensañarse con la creatura, porque con maldad atiza los truenos de la tormenta, que inminente se pertrecha sobre aquellos campos de abandono. Cada rayo le eriza los pelos ya de por sí parados, aprieta las rodillas contra los oídos para no escuchar, pero los estruendos que cimbran la tierra, le entran por la rabadilla y hacen estremecer su diminuta humanidad, de lejos parece que el surco engulle la pequeña silueta del chamaco. El instinto o la casualidad lo mantienen vivo, porque si se pusiera de pie sería blanco probable de una descarga eléctrica mortal.
Han pasado setenta y cinco minutos bajo la metralla de los nubarrones, en la escala Guilile son como cien años de horror. Ha llorado por todos y cada uno de los segundos que dura la espera, como tic tac de un reloj maldito que parece alimentarse con lágrimas.
El último rugido del cielo, que resulta ser tan sonoro como la explosión de un cohetón en sábado de gloria, pero muy cerca de las orejas, es más bien un grito del viento, cuando una espada en forma de rayo raja el vientre negro de las nubes, para precipitar todas las menudencias del cuerpo celeste sobre la cabeza del chiquillo.
Guilile cierra el saco de las semillas para protegerlas de desbalagarse con el agua que cae a raudales, cubre con su cuerpecillo los montones del maíz en grano.
Le resulta difícil a don Panchito ver a lo lejos por el diluvio que acontece, busca al niño entre los sembradíos en cuanto libra la lomita del camino, entre las depresiones de los surcos se empiezan a crear largos espejos de agua. Por intuición el hombre voltea justo en donde dejó a Guilile, solo para encontrarlo en el mismo sitio.
Está de bruces sobre las semillas. Aunque no tiene hijos se imagina el terrible episodio que está pasando el chiquillo. Los huaraches se hunden en el barro cuando corre el hombre hacia donde esta Guilile, no sabe en qué condiciones lo encontrará.
–¿Guilile, mijo, estás bien?
A pesar de la lluvia torrencial, los ojos inflamados y enrojecidos del niño, se fijan en los de don Pancho para contarle una historia en silencio, que el viejo prefiere no escuchar. Al lado ve las bolsas de semillas intactas.
El viejo lleva un poncho muy grande de tela calafateada, que le sirve como impermeable, le dicen chino a la prenda de vestir en esos lugares. Se sienta sobre la parte trasera del poncho, abre sus piernas y acurruca al chiquillo entre ellas, lo abraza con fuerza, le echa la parte delantera del gabán encima para que no se moje y para calmarle los temblores que lo invaden sin control, el niño solloza, finalmente descansa su cabeza en el brazo derecho de don Pancho, cuando después de un rato, el abrigo contra la lluvia y la presencia del adulto lo calman.
Don Pancho muestra un instinto paternal que no conocía, el sentimiento le gana, algunas de sus lágrimas se funden con el agua del cielo, mientras el chaparrón oscurece el paisaje. Conforta al pequeño como si fuera el propio que nunca tuvo.
–Guilile, perdóneme por dejarlo solito. No volverá a suceder.
Todavía le faltan unos treinta minutos de lluvia torrencial a Guilile, para que termine su bautizo en la realidad de San Tadeo, solo entonces regresará, aunque no sabe por cuánto tiempo más, a lo que queda de su niñez.
Semblanza:
Carlos M. Ambriz. Juarense cien por ciento, ingeniero de profesión, aficionado a la escritura y durante los últimos tres años acuñando historias de una manera más seria y profesional dentro del Taller de Creación Literaria ‘Acoso Textual de 6 a 9’ que dirige el Maestro José Juan Aboytia. Un admirador de todo lo bueno que México tiene para ofrecer y que pasa su vida cruzando el Río Bravo casi a diario para alimentar el drama fronterizo.