En el peral que hay encima del pilón, mutilado por las podas sin sentido, por los temporales sin número, por la sevicia de las estaciones y las plagas, por los hongos y los líquenes incrustantes, hay siete ciervos volantes machos y una hembra.
Llevado por el aburrimiento o por el interés (uno nunca sabe), me acerco al pie del peral atraído por el ruido del combate entre dos machos. Cuernos contra cuernos y estallar de junturas, corazas contra corazas de insectos erigidos en paladines de un combate singular. Al cabo, uno de ellos gana y otro pierde el desafío y el equilibrio, cayendo sobre la hierba recién cortada. El perdedor, después de dos segundos de tanatocresis (simulación de muerte), se pone en movimiento en dirección al tronco del peral. El ganador se acerca a la hembra por la retaguardia. Esta, ajena a todas las demostraciones de fortaleza de los rivales, chupa en la herida que hace poco había trazado en la corteza del peral.
Llega el macho paladín y comienza el ritual de la monta. Se sitúa sobre la hembra, que no opone resistencia, que sigue chupando como si la historia no fuese con ella. El macho abre su abdomen por el extremo posterior, extrae su aparato sexual y comienza con un discreto, case imperceptible, movimiento rítmico de inyección de fluidos. Alrededor de la pareja, un flujo constante de hormigas se afana en libar el jugo que sale de la rendija abierta en la corteza del peral Williams. Dos moscas de abdomen globoso color amarillo limón, de alas y dorso jaspeados a modo de camuflaje, molestan permanentemente al macho, que persiste en su empeño y que, de cuando en vez, las aparta con sus patas articuladas finalizadas en uñas poderosas como garfios neumáticos, diseñados para servir de anclaje, para desgarrar estructuras, para hacer daño o proporcionar seguridad en los movimientos en tierra. Las moscas saltan nerviosas de un lado a otro, pero no abandonan el puesto. A cada tanto se acercan a la hembra e introducen la trompa en el caudal que fluye de la herida del árbol.
Los otros machos dividen sus estrategias. Hay dos que ascienden por la misma rama en la que se está consumando el acto. Otro decidió abrir las alas externas desplegando las membranosas, con las que inicia un vuelo espectacular, ascendiendo en espiral y manteniéndose en el aire, desplazándose lateralmente, como cangrejo alado o colibrí sin plumas. Dos más permanecen estáticos, escrutadores, anclados en dos pequeñas ramas situadas en lo alto, observando desde su atalaya con apariencia desinteresada, esperando, quizás, su oportunidad de fecundar a la hembra o sumergidos en una tristeza reactiva a una derrota previa. Finalmente, el sexto macho desocupado asciende frenético por una vía paralela al lugar en donde se desarrolla la coreografía sexual.
La hembra sigue chupa que chupa en la herida del árbol. Las hormigas continúan con sus tráficos, sin inmutarse por las mandíbulas serradas de la hembra-cascuda, que no las usa contra ellas. Las moscas siguen molestando. El macho fecundador, después de varios pujos, retiró su aparato sexual. En el instante de hacerlo, un hilo elástico, continúa uniendo a los dos oficiantes (me resisto a hablar de amor por no caer en una antropomorfización de lo más vulgar), hasta que alcanza su punto de estiramiento máximo y rompe con violencia de fractura, retrayéndose sobre el aparato sexual del macho y formando un botón glutinoso en su extremo, como si lo que rompiese fuera una cinta de goma arábiga. Sin abandonar su posición sobre la hembra, ahora el macho giró su cuerpo 180 grados, permaneciendo con la cornamenta dirigida hacia el extremo abdominal de la hembra. Se situó así a la defensiva, pues otro macho que ascendía por el tronco se acercaba, certero como un dardo, con intenciones de disputarle su condición de eyaculador privilegiado.
Llega el macho retador. Se escucha el ruido de coraza contra coraza, de torsión contra torsión, un crepitar que despierta la atención distante de otros machos, que ahora se mueven nerviosos. Se enganchan los dos contrincantes con los cuernos haciendo presa uno en el otro, agarrando cada uno la base de los cuernos del enemigo. Se agitan lateralmente intentando sorprender al rival desprevenido. Se repite el crepitar de las superficies quitinosas. Se podría pensar que van a quebrar como láminas que hubieran perdido su capacidad de deformación, que alcanzasen un punto crítico donde se produce el estallido de las superficies. Alternan movimientos desesperados de las patas, afincándose en las extremidades traseras, clavando las uñas en la corteza del peral Williams, moviendo en remolino los artejos y las tibias delanteras, como si braceasen en un fluido invisible. El más poderoso (siempre hay alguno más habilidoso, no es siempre cuestión de fuerza), consigue levantar al otro en peso, sostenerlo en el aire en equilibrio inestable y separarlo de su anclaje arbórea. Sólo tiene que liberarse de los cuernos del oponente. Por unos instantes parecen congelados en el espacio y en el tempo, con una inmovilidad tensa, que antecede a la resolución de la lucha. El que ha perdido pie abre sus alas externas y deja desplegar las internas, membranosas y frágiles. Se separan en un embate brusco, convencidos del resultado. El ganador, espoleado en sus afanes, se vuelve hacia la hembra, que no abandonó en ningún momento su labor de escarbar la corteza del peral. Se monta sobre ella, extrae su aparato sexual del ápice abdominal y la penetra por vez enésima, con ansia renovada.
Un macho inmaturo, con cuernos todavía pequeños para hacer frente a los sus adversarios congéneres, se acerca a la escena del apareamiento. Enseguida es rechazado por el macho montador con un certero golpe de la tibia posterior izquierda, que lo desequilibra y hace que caiga al suelo, de una altura de metro y medio. Queda vientre al sol, paralizado. Diríase que está muerto, o cuando menos impedido, pero después de escasos segundos (no cronometré, fue un experimento sorpresa) comenzó a mover las antenas y a continuación las patas y los cuernos. Resbalando en la hierba recién cortada, afincándose con las uñas en los gromos de las hierbas resecas, consigue virar su cuerpo a una situación más natural y, enseguida, se apresta en disposición de marcha. Duda un instante, permaneciendo estático y, ya mismo, comienza su marcha regular, a impulsos calculados de las seis patas, usando las uñas y los artejos, la sincronía en los movimientos y haciendo gala de una fuerza asustadora, de pánzer coleóptero, para retornar al tronco del peral, donde se desarrolla la acción que concita su interés reproductor.
Pasan así minutos y minutos de intensa actividad, de peleas rituales entre machos, de eyaculaciones olímpicas (tres de los machos, por turnos conseguidos después de descabalgar al adversario) consiguen tener relaciones con la hembra. Los otros cuatro, perdedores en los combates singulares, se debaten en una actividad agitada y ansiosa o recuperan fuerzas y dignidad después de las heridas infligidas a sus egos de ciervos volantes célibes.
La hembra no abandona nunca su posición y chupa y chupa sin parar, bien esté bajo el cuerpo coriáceo de alguno de los machos o bien liberada de la carga masculina. En un momento de relajación, libera de su extremo un chorro de un fluido poco denso, que proyecta en parábola hasta el suelo (¿Puede ser mierda? ¿A qué olerá la mierda de escarabajo?). Las moscas continúan a chupar en la herida que la hembra había hecho en la corteza del peral Williams. Las hormigas, instauraron hace tempo un flujo incesante, como camino de peregrinación que se adentra en las fauces de la hembra. Se relevan con prontitud. Llegan. Lamen entre las mandíbulas de la hembra y dan paso a otras compañeras de fatigas, mientras ellas descienden (obreras en su destino de siervas de la comunidad) en dirección al hormiguero.
Pasó una hora y veinte minutos. Mi atención fue distraída en los innúmeros combates y penetraciones. En la apariencia de una observación tranquila. El espectáculo no se puede clasificar sino de una extrema violencia, de competencia voraz —quizás también tenaz— de los siete machos por fecundar a una hembra única.
Son las 16.50 y el calor va en aumento después del paso de unas nubes de sombra que me permitieron resistir a pie de árbol. El agua cae en el pilón, delimitando un espacio de tranquilidad y goce. La harmonía de agua sobre agua, su fluir constante y melódico, contrasta con la violencia ritual de las escenas observadas.
Regreso al fresco de la casa a dormir una siesta necesaria. Voy cavilando en las fuerzas de la naturaleza, en lo que llevó a aquellos siete machos a acercarse al mismo árbol donde la hembra de ciervo volante chupa todavía sin reposo posible el fluido nutricio del peral.
Recuerdo que todavía adolescente, y para escándalo de mi parentela, cronometré el acto sexual de los ciervos volantes. Se habló de la conveniencia de una visita al psiquiatra. Eran épocas duras, donde la diferencia estaba punida en exceso, (quizás por temor a un futuro presentido como de tragedia y sufrimiento, quizás como manifestación de amor y protección desmedida de la prole, ahora lo veo más claro) de modo que por cualquier desajuste te aconsejaban unos psicofármacos laminadores o un impacto eléctrico y perturbador del metabolismo.
Recuerdo que hace dos años, en otro peral como escenario, observé un espectáculo parecido, aunque entonces el número de machos era menor, sólo tres.
¿Será una casualidad que las tres observaciones pausadas que en mi vida tuve de la actividad de los ciervos volantes fuesen siempre sobre la corteza de un peral? ¿Será su escasez actual —la de los ciervos volantes— resultado de una disminución del número de perales? ¿Existe realmente una disminución del número de perales en el rural gallego? ¿Tiene algún papel evolutivo esta disparidad en el número de machos y hembras? ¿Existe una disparidad en la proporción entre machos y hembras, o se trata de observaciones coyunturales y, por tanto, de corolario dudoso? ¿Qué va a pasar con los machos que no jodan? ¿Se pondrán mustios de puro rechazo, y comenzarán así una jornada de anomia social coleóptera? ¿Veremos antes la extinción de los ciervos volantes o la liberación sexual de sus hembras poliándricas? ¿No será toda esta historia una parábola? ¿Tiene sentido escribir parábolas? ¿Lo tuvo alguna vez?
P. S. Este texto seleccionado forma parte de un trabajo más extenso, que progresa con lentitud de caracol, en el que se recogen las observaciones que hay en mis cuadernos sobre entomología y botánica, sobre comportamientos animales y errores vulgares y creencias erradas en las ciencias y en la vida, que tienen como referentes magistrales los trabajos seminales del médico inglés Thomas Browne y del monje ilustrado Jerónimo Feijoo y Montenegro.