Violeta es la remera de una chica, ella estira su cuello con una mano, en la otra tiene un cigarrillo. Se apoya en la pared de un bar azul en Rivadavia y Río de Janeiro. A mi derecha hay una ventana, enfrente de mi vista otra que da a la esquina. Afuera las hojas se arrastran arriba de la vereda gris opaco. Frente a mí adentro del bar una pareja habla. El hombre apoya los codos en la mesa mientras hace gestos y movimientos con las manos. Se da vuelta y me mira. Sus ojos son grandes. Los deja quietos sin pestañear en dirección a mí. Se da vuelta nuevamente para mirar a su novia. Le hace la promesa de comprar una casa, una casa juntos. Ella lo mira como si quisiera meterse en sus ojos, desentrañar una pestaña que ha quedado oculta en el párpado o seguir la huella de una venita que revela el insomnio de los amantes. Porque es de mañana cerca del mediodía.
Afuera está otra vez la chica de remera violeta. La calle. Las líneas blancas del cruce peatonal y la misma chica, que balancea de un lado a otro su cuello, ahora sin usar las manos, mientras fuma. Cruza una mujer con paso apurado, lleva dos perros pequeños agarrados a una correa. En la otra mano una valija. Hay una glorieta, la mujer se pierde después de atravesarla. De frente a mí por la calle vienen dos; un hombre y una mujer. Ella lleva el mentón hacia arriba y sonríe, después mira al hombre. Caminan con el mismo paso y el mismo movimiento de caderas, empujados hacia adelante los cuerpos y los hombros.
Una pequeña ráfaga de viento hace mover las hojas en mi costado derecho. Pasan por encima de las baldosas grises.
La chica de remera violeta está afuera del bar azul, chupa un cigarrillo y al hacerlo se le hunden los pómulos, eleva el mentón para tirar el aire. Encorva la espalda y se apoya en la pared. Mari Dulfey estudiaba Relaciones internacionales en Bogotá. Dejó. Antes había abandonado la casa materna yéndose con un hombre que tenía hijas de su edad. Le gustaba que él la llevara en auto a la universidad. Una madrugada había entrado en su casa, golpeado la puerta de la habitación de su madre para decirle que se iba a lo de Pedro. Después tuvo un auto propio que vendió para comprar un pasaje a Bolivia, enseguida a Perú y por último a Argentina. Ahora vivía en un hostel a tres cuadras del bar. Dormía en la cama de abajo de una torre de cinco cuchetas, en un cuarto de tres por tres con techo altísimo. Por la puerta de dos hojas de esa habitación entraban y salían huéspedes a cualquier hora. Mari está enamorada de un titiritero chileno, lo espera conectada en su computadora portátil todas las noches cuando llega del bar. A veces él no se conecta. Mari aprendió a dormirse abrazada a la máquina para sentir una presencia, la sensación de que del otro lado de la cordillera alguien piensa en ella.
La pareja que está adentro del bar susurra, se besan. Él se da vuelta y me mira. Ella también lo hace. Yo bajo la cabeza. Hay una pérgola que contrasta con el cemento, más allá, en el otro bar. Cuando giro la cabeza una hoja se desprende del árbol que está a mi derecha y se adhiere al balcón de enfrente. Cuando vuelvo a mirar no está más. Es otoño. El árbol es viejo, me doy cuenta por el tronco. Además rajó el zócalo de material al que fue destinado. La raíz se resistió al espacio. Del tronco se desprendieron cortezas; hay cáscaras marrones, amarillas y de un verde apenas insinuado. Las cortezas oscuras sobresalen por entre los demás colores. Las hojas se desprenden y son empujadas por el viento.
La mujer de los perros y la valija vuelve caminando con el mismo paso apurado. La traigo de la calle porque la necesito en el bar. Cruza la glorieta. Entra con los perros, con la valija. Se sienta. Ajusta las correas a una pata de la mesa. Deja la valija en un costado. Se toma la cara con ambas manos y se queda como hipnotizada mirando un centro, un punto inexistente. Antes estuvo en los jardines de Luxemburgo. Un cuento viejo. Fuma. Me dan ganas de encender un cigarrillo. Pasea en círculos. No es consciente del peso de sus paquetes. Lleva ahora un portafolio en el brazo que tiene el teléfono y más cosas en la mano izquierda. Gira y no ve al chico que viene atrás de ella corriendo, claro, no es necesario, la va a esquivar. La ciudad esconde al amante en la calle Didot, detrás de un portón verde y una puerta como tantas en París, de esas de dos hojas. La casa es un legado de los antepasados de August. Ella, Alesia, trabaja en la oficina de una gran cosmétique del Boulevard St Michel. Si la observamos gesticular desde la vereda al lado de la reja de los jardines no percibimos su naturaleza salvaje. Entonces August ya ha encendido las velas y la música y Alesia abandona los jardines, se acerca a la puerta.
Antes, mucho antes de París, Alesia deambuló por Lanús, por la avenida Hipólito Irigoyen más allá del 5000. Fue adolescente. Tenía un gorro de esos que tejen las abuelas. Iba de la mano con un chico. Todavía no robó los colgantes de su abuela. Una historia antigua, ni zapateó enfrente de la empresa de su padre exigiendo una herencia anticipada. Andaba ahora en ese momento en una plaza de Lanús, sobre Avenida Irigoyen al 5000, llevaba el gorro en la cabeza y reía, miraba hacia arriba y hacia atrás, al costado izquierdo para besar al muchacho. Ella no tenía planes, ni él. Ninguno de los dos en ese momento. Él caminaba detrás, pegado a Alesia, cadera con cadera como un solo cuerpo y se abrazaba a su espalda. Así, marcando el paso, lo que dura el tiempo hasta cruzar una plaza de Lanús. El muchacho giraba la cara hacia donde estaban los labios de Alesia. Se perdían entre los edificios bajos de la cuadra siguiente.
Ahora en la mesa de este bar, parece que Alesia quisiera escalar con la vista las agujas del segundero del reloj que tiene enfrente y llevarlos hacia atrás o crear una pausa en el tiempo. El mozo dice algo de los perros pero ella no se inmuta. August está abordando su vuelo Argentina_ Madrid_ París. Alesia había visto los huecos donde antes había tornillos, que eran los soportes de los cuadros. Había visto una parte del placard vacío. Había visto la cama que no hacía falta arreglar, del lado derecho. Con un llanto entrecortado le explicó la situación a su mejor amiga, puso algo de ropa en la valija y se fue andando a pie.
Negro azabache es el pelo de Alesia. Antes de salir a la calle con la valija y los perros ella se mira en el espejo del baño, con ojos enormes ve una cana, dos, tres. Las toca para sentir su textura como si no fueran de ella y se las arranca con una pinza de depilar. Mira su rostro como si esperara una caricia. Se toca la frente donde están las líneas de expresión. Lo clásico: llora. A los veinticinco tenía una valija roja. La más grande que encontró, de plástico, brillante. Corrió a París. Anduvo por el borde del Sena, por los Champs Elisees, por la calle Les Lombardes, donde están los bares de jazz. Fue a los castillos y a los jardines. Recorrió bares y museos, iglesias y peatonales. Compró muchas torres Eifell en la plaza de los Champs Elisees. Varias veces vio una vuelta al mundo al costado de los jardines, la miró como algo que no encaja en la geografía, con su rostro fruncido elevando la nariz, la miró como a un ser extraño del que una no quiere saber absolutamente nada. Es más, observó mostrando su enojo de que eso estuviera ahí, arruinando lo demás. Como se miraba ahora a sí. Aquella vez armó esa valija roja y la desarmó en hoteles y en varias camas de distintos hombres de distintos lugares, durante un año, dos, tres. Volvió a la calle Didot y a los jardines de Luxemburgo con su gran valija roja, August, la Cosmetique del Boulevard San Michell en París, una puerta como tantas de dos hojas, detrás de un portón verde. Todo eso y él encendía las velas mientras ella atravesaba la puerta. Entonces un imán los traía a Buenos Aires, alquilaban un departamento en Parral y Neuquén. Ellos; August y Alesia son ahí, en ese momento, una pierna sobre otra pierna del otro cuerpo, un leve suspiro en medio de la oscuridad, la concordancia de las respiraciones, un pronóstico para estirar las horas de la noche en un tiempo indivisible. Como si no se pudiera determinar dónde empezaba uno y terminaba el otro.
Cuando ella salía de la ducha, August veía sus orejas detrás del pelo y estuviera donde estuviese estiraba las manos y le sacaba aquellos cabellos como haría un coiffeur de Saint- Germain- Des Prês, después le besaba la frente y seguía inmerso en lo que estaba haciendo. August le decía un apelativo cariñoso cuando Alesia se apretaba contra él durante el sueño, y si ella se lo mencionaba en otro momento o le preguntaba qué había dicho, él se quedaba en silencio. ¿Había notado Alesia cierto impulso egoísta en August? Sí, y había decidido no darle importancia. En cambio le gustaba verlo caminar en la vereda opuesta en la que estaba ella sentada, sobre Honorio Pueyrredón. Si alguien le preguntaba por qué, no lo sabía a ciencia cierta. August oscilaba de un lado a otro de la vereda como un niño al que le dieron plata para comprarse un helado sin antes haber almorzado. Después cruzaba hacia la panadería Rinvol donde lo esperaba ella para desayunar. Traía algo sin demasiado peso y movía los brazos junto con las manos como si estuviese interpretando una melodía. Cruzaba la avenida, y en la mitad -donde está el cemento y crecen unos arbustos- intentaba esconderse de los ojos de Alesia, aunque su cuerpo quedara a la vista. Ella reía. De repente distinguía un brazo con apenas esa pelusa rubia que tenía él en todo el cuerpo, el rostro con la nariz redonda y hacia adentro, enroscada como un pequeño caracol. No es que él viniera de lejos o que hacía varios días que no se veían, necesitó una lapicera para su libreta justo cuando estaban llegando a la esquina del bar. Más tarde irían donde se corta Parral y están las vías del tren, subirían a la pasarela fucsia estirando los brazos como dos suicidas cuando se acercara la máquina, y más tarde del brazo iban a dar esa vuelta circular que tienen Parral y Giordano Bruno, sin darse cuenta de lo abovedado de esa esquina, besándose y andando con pasos torpes de quiénes no saben bien hacia dónde ir, pero van; ella distante y él preocupado por abrazarla con mayor certeza, con más apremio. Al llegar de nuevo al departamento pondrían música. Alesia había elegido las verduras y August la carne, iban a cocinar juntos.
Discutieron. El paso del tiempo, las oscilaciones, los hombres y mujeres, y ellos y ellos. August grita desde la calle, arrastra sus valijas, como si llevara hijos pequeños que lo hacen inclinar a uno en pos de arrimarse a los otros. Cae la lluvia abajo en la luz de la vereda, las gotas son cañitas voladoras de una navidad invisible. Los autos titilan con la interrupción de las gotas y un ciclista rojo se agarra la calle para él. Arriba sin estrellas. Una franja negra avisa que mañana va a limpiar. August cruza la avenida. El camión de la basura desbarata el container de un sacudón. Lo vuelve nuevo.