Una mujer abrió la puerta y entró a una sala de hospital. La sala estaba un tanto obscura, solo recibía la tenue luz de la lámpara que colgaba de arriba. La escena le parecía extraña, pero algo le invitaba a deambular por el lugar.
Miró con detalle los utensilios aún bañados con sangre que al parecer hacía poco habían sido utilizados por los médicos. A pesar de que no sabía cómo se usaban, sentía una especie de energía, como si le fueran objetos muy cercanos.
Toda la sala estaba hecha un desorden, había gasas y pedazos de hilo de sutura teñidos de rojo vivo tirados por el piso; las mesas en las que estaba el material médico estaban chuecas y su contenido estaba hecho un caos. Con solo pasear la mirada por el lugar podía escuchar las instrucciones que el cirujano había dicho hacía un rato.
Entonces se percató de que en la mesa de operación había un bulto, parecía ser un cuerpo. Dudó unos instantes si debía acercarse y corromper la paz de quien yacía en la mesa, pero esa energía que había estado sintiendo desde que entró al lugar la impulsaba a aproximarse.
Vio que una mano se asomaba de la sábana que cubría el cuerpo. Aquella mano de color pálido parecía invitarla a tomarla, como si de un saludo se tratara. Conforme se acercaba, un frío la invadió y le erizó la piel. Su respiración comenzó a entrecortarse. No quería seguir ahí, pero tal era la presión que la mano ejercía sobre ella que estiró la suya y con dedos temblorosos tocó la piel inerte.
Dudó, ¿sería posible?
Entonces de un jalón retiró la sábana del rostro del cuerpo y fue tal su sorpresa y alivio al no reconocerse en aquel rostro. Sonrió para sus adentros y se tomó la libertad de examinar a detalle las heridas que la cara del paciente tenía.
Imágenes aleatorias comenzaron a pasar por su mente. Un grito desgarró el silencio que había en la sala, solo que ese grito pertenecía a un tiempo pasado y a un lugar fuera de ese hospital.
La agitación de una persecución.
El llanto como resultado de la desesperación.
Disparos que hacían volar a las palomas de la iglesia donde habían hecho sus votos hacía veinte años.
No importó que él suplicara perdón, ella le había dado todo y él le falló.
Al descubrir el engaño, lo obligó a subir hasta el campanario y le hizo confesar que los votos que había dicho resultaron ser una gran mentira al irse con su amante.
Los dos habían prometido protegerse y apoyarse. Juntos, hasta que la muerte los separe. Y así sería. Le disparó hasta que cesaron sus disculpas, dejando la última bala para ella.
Los lamentos y disculpas se detuvieron, por fin podía sentir tranquilidad. Solo faltaba una cosa. Se acercó al borde del campanario y cerró los ojos. Un último disparo hizo eco, a la vez que un cuerpo caía desde lo alto de la torre.
Volvió a abrir los ojos y se descubrió de regreso en la sala de operaciones. No lo entendía, él estaba muerto y ella seguía ahí. Después de todo lo que había hecho para asegurar una partida sin regreso, seguía ahí.
Unos médicos entraron a la sala de operaciones y se llevaron el cuerpo de su esposo. Ella los siguió e intentó llamarles, pero ninguno parecía notar su presencia. Corrió tras ellos y apenas pisó el pasillo se vio de nuevo en el campanario. Intentó salir del lugar, pero siempre regresaba a ese punto.
Las campanas comenzaron a sonar y un nuevo grito inundó la noche.
Semblanza:
Karla G. Cerriteño Chávez.Soy egresada de Literatura Intercultural de la ENES, Morelia (UNAM). Imparto el Círculo de lectura: Escritoras Mexicanas en El Traspatio Cafebrería. Trabajo temas de memoria en la dictadura Chilena y el contexto mexicano. Disfruto de compartir lo que sé y aprender de forma constante.