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1 de octubre de 2017. Congreso de los Diputados. Madrid. Raúl Hoz ultima la ponencia que deberá defender en el pleno del día siguiente. «¡Un domingo y aquí estoy! ¡Para que luego digan algunos que sus representantes no nos ganamos el escaño! Anda que iba yo a luchar lo que lucho desde hace décadas si de verdad no creyera en la democracia…».
Suspira decidido a retomar el estudio. Un imprevisible fenómeno llama su atención sobre el extremo derecho del escritorio: su ajado volumen de la Constitución Española, edición de bolsillo con mil y una anotaciones,… humea. «¡¿Qué…?!».
Se levanta y aleja la ley de leyes, aprensivo, como habría alejado un pájaro muerto por la punta de una de sus alas. «¡¿Y ahora…?!». Sin tiempo para reaccionar, brota un súbito fogonazo, «¡Aaaah!», consumiendo la norma al instante.
«¡¿C, cómo…?!». Raúl no fuma y, por tanto, no ha podido dejar nada encendido con ese fin. Tampoco hay ninguna fuente de calor próxima. «¿Entonces? ¡¿Combustión… espontánea?!».
Observa la unidad de España, entre muchas otras cosas, también convertida en ceniza sobre el suelo. «¡Menuda imagen! Es ridículo pensarlo, pero… ¡¿Tendrá esto que ver, se me ocurre, con lo que pretenden, y de qué manera, votar hoy
Suena la alarma.
…en… Cataluña…?!».
2
Una familia posa ante Daoíz, el león broncíneo que, a ojo de los transeúntes, custodia el flanco derecho de la Cámara Baja[1]. Sonrientes, padres e hijos esperan mientras dos señoras, improvisadas fotógrafas, «¡Un pasito más! ¡No, no tanto!», aseguran el encuadre.
«¡A ver: sonrían, que yaaaah…!». El esbozo feliz es ahogado por un sonoro chirrido metálico, junto a ellos. «¡¿De dónde…?!».
El teléfono móvil cae de la mano, ahora estupefacta, que lo sujeta. Ambas mujeres miran al frente, sobre la familia. Señalan, mudas.
Daoíz, «Fundido con cañones tomados al enemigo en la Guerra de África en 1860», como reza la inscripción de su pedestal, y bautizado así en honor a Luis Daoíz, héroe del levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra las tropas francesas,…
…«¡¡Se mueve!!».
El félido ejercita sus mandíbulas, diseño del escultor Ponzano y yertas desde 1865, año en que fueron fundidas en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla.
Boquiabierto, el grupo oye nacer la misma estridencia al fondo de la escalinata. Retrocede y confirma, «¡¡Im… imposible!!», el prodigio: Velarde[2], el segundo león, representación hermana,…
…«¡¡También…!!».
Ambas figuras, asimismo nuevas bestias, abren sus fauces al cielo, unísonas. Pero de sus respectivos gaznates, asombro de asombros, no estallan las gemelas y atronadoras furias que cabría suponer, sino retazos de frases, exclamaciones, aplausos y abucheos, especie de grabación antigua con ecos acampanados.
Enseguida lo intuyen: Daoíz y Velarde rugen a los cuatro vientos el diario de sesiones del Congreso de los Diputados, orden democrático en cuyo interior se construye y asegura, debate a debate, una soberanía nacional que reside en el conjunto del pueblo español. Su pueblo.
3
Raúl Hoz irrumpe en el pasillo. Corre bajo el agua del sistema antiincendios. Tropieza con un vigilante:
–¡¿Qué pasa?!
–¡No lo sé! Son los libros, algunos de los libros: han empezado a arder como por arte de magia.
–¡¿Qué… qué libros?!
–Uno solo: la Constitución.
–¡¿Estás seguro?!
–Completamente. Al menos, hasta donde yo he visto: los volúmenes calcinados ante mis ojos pertenecían a distintas ediciones, eso sí, pero contenían, sin duda, la gran norma. Por cierto, ¿a usted también…?
Hoz asiente, confuso.
–¿Y eso… significa algo?
–Significa muchísimo. Si estoy en lo cierto, desde luego.
–¡¿Y…?!
–No lo creerías. Ya te contaré. Ahora lo importante es el Congreso.
–¡Mire!
Al fondo del pasillo, la cortina que viste la gran puerta de la fachada principal está siendo descorrida. ¿Por quién? Por nadie: el paño, terciopelo burdeos, se repliega sin ayuda aparente.
Se miran, suspensos.
Los cerrojos, metal animado, también retroceden en sus guías: una vez más, la titánica doble hoja abre la institución a la luz del sol.
4
La esplendente rendija, paulatino ventanal sobre el mármol, agota la lluvia extintora. Incapaces de especular sobre coincidencias o extraordinarios efectos, diputado y vigilante observan, empapados y absortos, a la impresionante pareja recortada contra la claridad.
–¡¿S, son…?!
–¿D, Daoíz y Velarde…? Eso… pare… ce…
Desde su restauración en 1985, los leones del Congreso vuelven a estar fuera de sus respectivos pedestales. Esta vez, sin embargo, «¡Qué locura!», por sus propios medios.
Las efigies, bronce mágico, entran en el vestíbulo y contemplan, orgullosas, la magnificencia de su palacio.
«Nada ni nadie, absolutamente nadie, puede derrotarlos», suponen aquellos, patidifusos en el Salón de los Pasos Perdidos.
Los cuatro, dos y dos, cruzan sus miradas.
–¿Y… y ahora…?
–A, ahora…
Terror unánime, dan media vuelta y huyen. Salen al pasillo del Orden del Día y chocan, resbalón sobre el agua, contra la puerta presidencial del hemiciclo.
–¡¡Está cerrada!!
–¡¿Qué?! ¡¡Tira!! ¡¡Tira!!
Tras ellos, la respectiva y atronadora carrera del mítico golem.
5
Vencido el atasco, «¡¡Rápido!!», ambos fugitivos caen más que bajan
desde la jefatura hasta el suelo del graderío. Allí, como ya hiciesen sus
señorías aquel 23 de febrero de 1981[3], se tiran tras la primera fila de
escaños.
El estruendoso galope se detiene sobre sus cabezas. Se asoman: Daoíz y Velarde, supuestos guardianes del Congreso de los Diputados, ahora vida artificial, parecen presidirlo. Majestuosos, los leones contemplan la historia legislativa, también la suya, de la única e indivisible España.
Vuelven a abrirse las fauces, añejos fonógrafos, y a sonar el discurso de su memoria. En el suelo, Raúl Hoz se jura y perjura reconocer algunas de aquellas identidades, incluida la propia, ya disecadas para siempre en el eterno diario de sesiones.
«Yo también estuve. Para bien o para mal, yo también estuve aquí, y estoy, arando camino. Así, en conciencia, también son míos los méritos y las culpas. Lo asumo. Gracias y perdón».
Para su mayor sorpresa, si eso aún es posible, y la del guardia, junto a los leones aparece un pequeño grupo de visitantes, adultos y chiquillos. «Otra familia…», piensan.
Una de las niñas posa su mano en el lomo de Daoíz, amistosa, y este calla para propinarle un suave lametón. Velarde hace lo propio con nuevas caricias.
Aunque confusos, los hombres se incorporan, más tranquilos.
–No hacen nada –informa la niña–. Son buenos.
[1] La expresión es una reminiscencia del pasado. En tiempos de las antiguas Cortes españolas, se denominaba así al Congreso por tener sus integrantes un estatus social inferior respecto a los integrantes del Senado o Cámara Alta: los diputados pertenecían al pueblo y los senadores a la nobleza.
[2] Apellido que recuerda a Pedro Velarde, también oficial de artillería y compañero de Daoíz en el 2 de mayo.
[3] Fecha de la intentona golpista encabezada por el teniente coronel Antonio Tejero.