Te quitas las gafas y te restriegas los ojos con el índice y el pulgar. Suspiras y agarras el teléfono. Marcas su número. Da tono. ¿Dígame?, pregunta una voz femenina al otro lado. Tardas en contestar. Soy yo, dices, ¿cómo estás? Silencio. Bien, termina por decir ella. Otro silencio. ¿Y las niñas?, preguntas, ¿cómo están las niñas? Las niñas están bien, dice ella, oye, ¿has estado bebiendo? No mucho, contestas. Ya está bien, dice, déjanos tranquilas, te lo pido por favor. Cuelgas sin despedirte y reprimes una lágrima espesa y enquistada en el interior de tus ojos. Miras el reloj de la pared. Las cuatro y media de la tarde. Te incorporas y vas directo al mueble bar. Observas los brillos que se forman sobre la superficie cristalina de la botella de bourbon. Coges la botella con una mano y la abres con la otra. Olisqueas su interior. Huele a barrica de roble, a especias y a alcohol. Llenas un vaso y pegas un trago que te tranquiliza y te asquea al mismo tiempo. Das un grito ahogado y tiras el vaso contra la pared. Se rompe en mil pedazos sobre el suelo. Te dejas caer hasta quedar sentado. Intentas llorar, pero se te ha olvidado cómo se hacía. Te dejas empapar por la amargura que te ha perseguido durante los últimos meses. Después de todo, igual ella tenía razón cuando te pidió que te marcharas.
Te incorporas y recoges los pedazos rotos del vaso que se expanden por la tarima de madera. Te haces un corte en la palma de la mano. No es muy profundo, pero no deja de sangrar. Vas al baño y te lavas a conciencia y echas sobre la herida algo de alcohol. Escuece como el infierno, como tu propia vida. Cuando te has vendado bien la mano, coges una fregona y recoges los restos. Qué desperdicio, piensas al escurrir el bourbon dentro del cubo de plástico.
Piensas en salir a la calle a comer algo, no has probado bocado en todo el día, pero no tienes nada de hambre. Sientes el estómago cerrado. Te miras las manos. Algo más huesudas de lo normal. Pero al menos no tiemblan. No demasiado. Has perdido peso en las últimas semanas. Vas al lavabo y te miras en el espejo. Tienes el pelo encrespado, lleno de grasa. Te han crecido las ojeras, que oscurecen tu gesto. Te dedicas una sonrisa falsa, apagas la luz, sales al salón y te tiras en el sofá.
Te despierta el ruido del teléfono. Te sobresaltas. Lo coges y contestas de modo automático. Te parece reconocer la voz de tu mujer, pero no es tu mujer, es la amiga con la que has quedado para cenar. Te dice que se va a retrasar un poco, que si no te importa os veis a las nueve y media en vez de a las nueve. Cuelgas y miras el reloj de la pared. Las ocho. Te desperezas. Sientes un hueco en el estómago. Vas a la cocina, abres la nevera y das un vistazo. Un par de huevos, media cebolla envuelta en papel de plástico, un paquete abierto de aceitunas en mal estado, y un montón de latas de cerveza de importación. Coges una lata, la abres y pegas un gran trago. Te apoyas en la encimera de formica. Miras tus manos. Casi no tiemblan. Eso está bien. Das otro trago. Eructas. Terminas la lata, la arrugas con la mano y la tiras a la basura. Vas al salón, abres las ventanas del balcón que da a la calle. Sacas un cigarrillo y lo enciendes. Te apoyas sobre el enrejado y ves la vida pasar por unos minutos.
Te duchas, te lavas los dientes y sales de casa. Es algo pronto, pero no te importa, caminarás hasta el restaurante. Cuando llegas a la entrada ella te está esperando. Lleva un vestido negro y ceñido. Los labios rojos. Fuma un cigarrillo con ansiedad. Le das un beso en la boca. ¿Llevas mucho tiempo esperando?, preguntas. Al final he llegado un poco antes de lo que pensaba, te contesta con una sonrisa, pero no importa. ¿Estás bien?, pregunta mientras señala la venda que cubre tu mano izquierda. Sí, dices, no es nada. Entráis al restaurante y os sientan en una mesa apartada. Crees que has venido aquí alguna vez con tu mujer, pero no puedes recordarlo con exactitud. Os sentáis y miráis la carta. Pedís una botella de vino tinto. Ella empieza a hablar de su trabajo. Se queja de que en la oficina nadie le toma en serio. Dice que lleva atascada en el mismo puesto durante años, mientras ve cómo muchos compañeros (en su mayoría hombres) ascienden sin esfuerzo. Asientes y sonríes. Le coges la mano y la aprietas. Ella te devuelve el apretón. Os traen el vino, lo presentan y te piden que lo pruebes. Está bien, dices, y el camarero llena las dos copas. Brindas con tu amiga, dais un gran trago, ella te sonríe. Habláis de vuestras vidas, de vuestros pequeños fracasos, de las vueltas que habéis dado. Cuando el camarero os retira los primeros platos (tú prácticamente no has tocado el tuyo) ya habéis terminado la botella de vino, y pedís otra. Te dejas llevar por el hilo musical del restaurante. Está sonando algo de Smooth Jazz que entra con la misma facilidad que el vino. Te viene a la cabeza el rostro de tu mujer, que trae consigo el recuerdo de una noche en París, cuando las cosas aún no se habían torcido del todo. Ninguno de los dos hablaba ni una palabra de francés, pero conseguisteis pedir algo de cena en aquel restaurante tan caro. Recuerdas sus rizos negros. Sus pómulos encarnados. Sus labios. Eran otros tiempos. Ella aún tenía paciencia, y tú no te habías convertido en el saco de mierda que eres ahora. Tendrás que prestar atención a lo que dice tu amiga, o de lo contrario se dará cuenta de que estás en otra parte. Asientes. Sonríes. Y pides una tercera botella.
Un bourbon con hielo, le dices al camarero después de terminar el postre, ella tomará una ginebra con tónica. Habláis. Reís. En tu propia soledad te permites sentirte acompañado por unos instantes. Te ha engordado la lengua, pero aún puedes mantener una conversación coherente. Pides la cuenta, pagas y salís a la calle. Allí os reciben las luces de la ciudad y el aire frío del otoño. Camináis cogidos del brazo. Le propones tomar una última copa en tu apartamento. No es lejos de aquí, le dices, ya sabes. Ella asiente.
Entráis a tu portal a trompicones. Subís al ascensor. Os besáis. Os magreáis. Llegáis a tu piso. Sirves un par de copas de bourbon con hielo. Habláis. Reís. Otro par de copas después (o tres, no podrías recordarlo con exactitud) os quitáis la ropa y os metéis a la cama. Estás tan borracho que no se te pone dura. Te quedas dormido sobre su cuerpo desnudo.
Cuando despiertas, al día siguiente, ella ya no está. Sientes la boca seca. Tus ojos luchan por acostumbrarse a la luz del día que entra por las ventanas. Te duele la cabeza. Te duele el corte en la mano. La herida ha supurado algo de sangre y ha teñido de rojo parte de la venda. Tardas unos segundos en tomar consciencia de ti mismo y desperezarte. Buscas las gafas a tientas. Te incorporas, desnudo, y vas a la cocina. Abres la nevera y sacas una lata de cerveza. La abres y das un gran trago. Te miras las manos. Tiemblan un poco, pero la cerveza hará que el temblor se atenúe. Buscas un cigarrillo en tu chaqueta, que está tirada en el suelo del salón. Lo enciendes y das una calada que te sabe a rayos. Te dejas caer sobre la pared hasta quedar sentado en el suelo, cerca del teléfono. Te llegan imágenes de la noche anterior a la cabeza. Das otra calada, y otro trago de cerveza. Agarras el teléfono y marcas el número de tu mujer.
Semblanza:
David García de Bustamante nació y creció en Madrid. Estudió historia del arte en la Universidad Autónoma de Madrid y un módulo de fotografía en la Escuela TAI. Combina su trabajo como gestor informático con su pasión por la literatura, y visto publicados varios de sus relatos cortos en publicaciones diversas, tanto en papel como en formato digital. En 2013 vio cómo su novela corta “El Adversario” era publicada por la editorial Iniciativa Mercurio. Recuperó los derechos de la obra, que ahora gestiona él mismo por medio de su página web y que ha reeditado él mismo bajo su propio sello. David bebe de autores tan dispares como Raymond Carver, Stanislaw Lem, Enrique Vila-Matas, Philip K. Dick, Cormac McCarthy, Philip Roth, Isaac Asimov, Roberto Bolaño, Ray Bradbury o Albert Camus. Tras su incursión en géneros como la ciencia ficción, el terror y la fantasía, anda ocupado actualmente en otro tipo de relatos, más íntimos, más cotidianos, más veraces.