“Las ilusiones pueden ser muy poderosas”. Película Lawrence de Arabia, 1962
“El cine es la verdad veinticuatro veces por segundo”. Jean-Luc Godard
“Casi podría decir que es mi religión. Supongo que suena pretencioso, pero yo quiero vivir y respirar cine”. Giovanni Ribisi
Aquella era la última función del día en el antiguo cine con asientos rojos semireclinables con filos blancos. Ella, Olivia, siempre acudía sola una o dos veces por semana de acuerdo a la película que presentaran, esta costumbre la adquirió desde su adolescencia cuando quedó huérfana. Era irrefutable que se le llamara cinéfila. Nunca la intimidó ir sola al cine. Siempre fue una mujer solitaria. A sus veintisiete años sabía lo suficiente de cine como para llenar dos o tres libros del séptimo arte.
Desde la adolescencia tomó la firme convicción de que el amor nunca fue su carta fuerte, así que prefirió lo opuesto de sus compañeras de escuela, ocultó todo lo que tenía que descubrir. Las faldas largas y las calcetas al lado de los suéteres de cuello de tortuga fueron sus mejores aliados para ahuyentar al amor. El sólo imaginarse a un chico tomando su mano la hacía cavilar sobre las más descabelladas ideas, siempre imaginaba que haría el ridículo; siendo así, preferiría omitirlo antes que exponerse al ridículo de los seis grupos del quinto año. La secundaria fue una jungla de la que salió ilesa. El primer año de bachiller tendía a ser similar, pero fue cuando ocurrió lo más catastrófico, lo devastador: sus padres murieron en un accidente. Había acabado de cumplir dieciséis años dos semanas atrás. A partir de ahí nada fue igual, se fue a vivir con la tía Alicia, en el departamento reducido, ella apenas si le permitió un espacio bajo las escaleras. La tía de setenta años que con gusto la recibió en su casa, jamás dudó en educarla bajo las más estrictas normas morales de las señoritas del siglo pasado. Así las faldas largas jamás se desprendieron ya de Olivia. La soledad dejó de ser temporal para instalarse de forma permanente en su vida. Para evadir la más espantosa realidad de estar sola frente a la vida y evadir el compromiso de tomar las riendas, se empezó a escapar al cine los martes y los jueves. La rebeldía la orillaba a las matinés sabatinas.
Desde que entró por primera vez al cine sola, se dejó llevar por una indescriptible sensación mezcla de emoción, temor y soledad. ¿Cómo definirla de forma exacta? Todos en una parecerían imposibles. Todos sus sentimientos reprimidos latían feroces a la entrada del cine. Ahí estaba por primera vez subida en ese tren donde las ilusiones y las fantasías esperan a cualquier viajero que deseaba huir del mundo real. Olivia se sumergió por completo en esas primeras historias de amor de siglos pasados. Ella nunca se incomodó si las películas eran muy antiguas o no. ¿Para qué molestarse? Evadir la realidad era lo único que importaba. Así que entre más complejas fueran las historias, entre más obstáculos enfrentaran los protagonistas, mucho mejor. La heroína o el héroe siempre superarían todo, el amor, la amistad, los valores triunfarían ¿o acaso la muerte? El amor eterno, ese raro motor que movía el mundo tendría que perpetuarse a costa de todo. Así fue con Romero y Julieta versión moderna de Luhrmann con DiCaprio o Mujer bonita con la delgada Roberts, Ghost con Demi Moore y Patrick Swayze y Perdidos en Tokio de Coppola. ¡Sí, en la pantalla el amor no era imposible! ¡Era real! Las historias cautivaron no sólo su corazón sino su fantasía.
Pero fue Casablanca la película que más le gustó. La mujer que era se evaporó tras ver esa increíble película de ciento dos minutos. De ahí tomó su afición a películas románticas bélicas. Al menos en Casablanca, el protagonista era dueño de su destino, ella no era dueña de nada, sólo de la ilusión de una pantalla. Olivia soñaba con esos amores de posguerra, con besos apasionados frente a Les Champs-Élysées, mientras los tanques de guerra pasaban a su lado.
Ella sabía que todo el amor del mundo podía condensarse en una escena de beso. Así ella era feliz, los años deslizados de entre las manos y el cuidado a la vieja tía Alicia ya no era tan abrumadores, los martes y los jueves siguieron su delicioso recorrido de palomitas y refresco sabor manzana para engañar un poco la vida salada. Pero un día sus ojos de mujer solitaria tropezaron con la figura misteriosa de aquel hombre encorvado y mirada triste.
El era como esos desahuciados poetas de películas extranjeras, contenía el mundo, la nostalgia entera en los ojos y el amor contenido en sus manos delgadas de escritor. Hablaba como un filósofo, pero sonreía como un revolucionario. Se quedó prendida de sus palabras. Su amor fue lento al principio hasta ascender vertiginosamente en los límites de la pasión humana, cada vez que iban al cine juntos hacían el amor en la última fila y Olivia supo que el cielo se encontraba en esos asientos rojos semireclinables con filos blancos. Fueron meses maravillosos y en su mirada contenía la verdad irrefutable de que el séptimo arte es una rebanada de pastel. Sabía que su amor era de película. Pero como toda buena película, debe de acabar en el momento justo antes de echarse a perder. No hay nada mejor para los personajes que quedar suspendidos en su felicidad eterna. Así que la palabra fin debería de aparecer cuanto antes. Se lo dijo cuando la besó apasionadamente entre los senos. Sabía que la entendería, el poeta también amaba las buenas películas, sacó su mano de entre las blancas piernas de ella y no dijo nada. Un silencio reinó entre ellos los siguientes veinte minutos del filme. Mientras aparecían los créditos y se encendían lentamente las luces, ella se sacudió un poco la falda, él se acomodó la camisa. Caminaron rumbo a la salida. Olivia sabía que ése era el fin, él la dejaría saliendo del cine y la besaría por última ocasión. Ambos querían un amor de diez, de escenas de besos intensos interrumpidos por el silbato de un tren que se marcha.