JASP, así rezaba el anuncio que por aquel entonces me hacía lanzarme al vacío, jóvenes aunque sobradamente preparados, ya no recuerdo qué querían que comprásemos, pero la huella de las decisiones que tomé después de escuchar mil veces esa palabra aún me acompaña.
Habían pasado tres años de las olimpiadas de Barcelona, tres años desde que me había trasladado a la ciudad condal para ser voluntaria en el evento que haría grande a España, que nos pondría en boca de todo el mundo y nos haría crecer cómo país. A mí, sinceramente, sólo me guiaba los sueños tontos de ver a los ases del bádminton, mi deporte y el de pocos más que en aquel entonces iba a ser preolímpico.
Y aquí me quedé en una Barcelona llena de oportunidades para todos y en la que tres años después los JASP, estábamos sobradamente preparados para hacer las camas de hoteles y servir hamburguesas.
En ese mundo idílico volví a encontrarme con Leia, no, no, no la princesa de Star Wars, aunque estaba claro que sus padres eran fans de aquella saga de películas. Leía era una compañera del colegio, ese momento de tu vida en que todo lo magnificas, también la amistad. Teníamos diez años más que en aquel entonces, y a pesar de esa década de experiencias aún éramos unas niñas, sujetándonos la una en la otra en aquel inmenso océano de personas que era y es Barcelona.
Nuestros días pasaban juntas, ¿qué hacer cuando no conoces a nadie más en la inmensidad de aquella sociedad? Compartíamos cines, fiestas, incluso casa. Nos contábamos nuestros ligues, aún no podíamos pensar en novios, que la vida está para vivirla. Consumíamos segundos de risas, de películas serie B en la tele, anécdotas de nuestros trabajos y quejas de nuestros jefes. Compartimos tantos momentos que la cotidianidad de nuestros actos me impidió ver la realidad hasta que fue demasiado tarde.
No quise ver que sus copas se tornaban en vasos de agua, que las sobras en casa aumentaban, no quise ver que las palomitas en el cine acababan en mi boca o en el suelo. No supe ver los pequeños detalles que llevaban a la realidad de los días de Leia. Su cuerpo menguaba, sus huesos marcados en su piel, su constante mal humor, su obsesión por caminar y sus continuas visitas a la báscula.
No escuché su callado lamento hasta que fue demasiado tarde. Mi tiempo seguía siendo de ella, pero ya no íbamos al cine, ni de fiesta. Cambié cine por visitas a psiquiatría, fiestas por acompañamientos al psiquiatra, ligues por cafés en la sala de aquel bunker del hospital del que no podía salir y la realidad se hizo patente de golpe para verla consumida por esa enfermedad acallada que se lleva por delante miles de vidas.
Abrí mis ojos a su dolor, ofrecí mis brazos y mi compañía. Ofrecí verdades dolorosas, fui la viga de sus días y aun así no fui suficiente para salvarla de su último vuelo.
Aún recuerdo su última llamada. Sentada en el alfeizar de la ventana de un maldito edificio al que nada la unía cómo nada la unía ya a este mundo. Recuerdo suplicar perdón, recuerdo que me dio las gracias, recuerdo que lloré, que supliqué, que me carcomía la impotencia y luego el silencio lo invadió todo.
Ella se había vuelto todo en mi mundo, había volcado todas mis fuerzas en salvarla de sus demonios. Me quedé vacía, sin armas apra volver a aferrarme a nadie. Lo intenté todo por sacarla de la oscuridad y en el intento la oscuridad acabó atrapándome, hasta que descubrí esos ojos en los que se oculta el mar. Tus ojos azul cielo que iluminan hoy mis días.
Cambias el negro por el gris, me enseñase a combatir los malos sentimientos con chocolate, chuches y Netflix. Me enseñaste a darle color a la vida, a caminar de tu mano. Me enseñaste que la vida hay que vivirla, con sus buenos y sus malos momentos. Me enseñaste a sentir, aunque duela, a recordar aunque escueza, a vivir contigo y sin ti. Tú, me enseñaste, chico sensible, que la oscuridad está colmada de luz y que siempre hay sonrisas en los días tristes.