Juaneco Valdéz se despide de su madre y enrumba al trabajo. Llega temprano como acostumbra y desayuna apurado lo que doña Juanita le ha preparado. Se lava los dientes, humedece los cabellos y frente al espejo entrena su mejor sonrisa. Observa la barba bien rasurada y aspira el after shave. Se cambia de ropa y luce impecable: el uniforme de conserje limpio y planchado y los zapatos de charol brillan con las luces. La noche previa no durmió bien por pensar en el cuerpo de Yobelí. Si la virgen de Guadalupe le hace el milagro, en pocos minutos concretará el sueño de su vida.
A las siete y cuarenta da la bienvenida a los funcionarios y empleados de la transnacional que ocupa el piso veinte y siete. Antes de abrir la puerta principal certificó que los pisos estuvieran pulcros. Para ello arreó a los operarios de limpieza y esmeró la atención en el área de recepción donde trabaja la diosa de sus sueños. Cree firmemente que todo ingresa por los ojos y que no hay una segunda oportunidad para causar una primera buena impresión.
Desde que Juaneco la conoció, la cubana se le metió en la retina. Su figura escultural, entallada en el traje sastre ceñido, y el maquillaje sutil fueron los ingredientes del deseo. Durante dos meses la piropeó y la hermosa isleña no dio el brazo a torcer. La engrió con bizcochitos, refrescos y en dos oportunidades la sorprendió con bisutería barata. Al comienzo Yobelí lo ignoró y no retribuyó las atenciones. De un simple “muchas gracias, mijo” no pasó. El conserje, terco como una mula y embrujado por sus ojos almendrados y risita disforzada que escuchaba a lo lejos, no cejó en el empeño.
A sus treinta y cinco años de soltería, Juaneco soporta la urgencia materna de sentar cabeza y formar hogar. Comprende el apuro de su madre y contesta que el amor es un juego de azar y que aún no le llega la jugada ganadora. Y le llegó una noche en que coincidió con su tortura en la playa de estacionamiento. Sus miradas se cruzaron cuando se retiraban por la salida de empleados. Fue un duelo de combatientes invisibles. Se observaron de reojo, estudiándose y midiendo las armas. Juaneco sacó el as bajo la manga y en un movimiento decisivo se le acercó. La tomó del brazo, condujo con delicadeza hacia una de las columnas y la besó. La cubana, sorprendida al inicio, se dejó llevar y luego le devolvió tremendo beso que no lo dejó dormir esa noche. A partir de entonces se encontraron a hurtadillas en las máquinas expendedoras de café y en los pasadizos de los baños. Con temor a ser descubiertos, porque la política de la empresa no permitía relaciones sentimentales entre sus empleados, dieron rienda suelta al amor escondido y vedado.
Yobelí le confesó que había perdido la virginidad mucho tiempo atrás y que incluso estuvo casada en La Habana. A Juaneco no le importó y se ofreció a ser el nuevo paladín de su existencia. Yobelí no aflojó el calzón hasta no estar segura de sus sentimientos. En media hora se encontrarían en el almacén.
Pedro Ramírez, jefe almacenero y mejor amigo de Juaneco, había coordinado para que disfrutaran unos minutos de intimidad. Por fin saldarían el encuentro sexual pendiente y postergado.
“Es una locura”, sostenía Juaneco, a lo que Yobelí contestaba: “De eso se trata, chico”.
A las ocho con quince minutos de aquel martes, Juaneco está en el almacén. Recorre el lugar y constata que Pedro instaló mantas sobre cojines para que sirvan de lecho. Agradece la gentileza de su amigo y con el corazón desbocado de emoción escucha los cuatro toques en la puerta. Es la clave de llegada del amor de su vida. Abre y el monumento despampanante de Yobelí se dibuja en el dintel. La cubana ingresa y bambolea sus caderas caribeñas, como si siguieran el ritmo embrujador de un guaguancó. Juaneco tranca el almacén y, sin mediar palabras, las prendas que visten caen ordenadas sobre unas cajas. El cuerpo capulí de la recepcionista lo deja sin aliento y la isleña observa complacida el argumento del mexicano. Desnudos, sudorosos y excitados se besan. Juaneco se extravía en los pezones altivos y en la turgencia de sus senos. Las manos de Yobelí recorren su falo enhiesto, subiendo, bajando, apretando. Los glúteos de Yobelí son asaltados sin misericordia y Juaneco concluye que el fin del mundo carece de valor ante tales prodigios. El conserje le besa cada centímetro de epidermis y las contorsiones de Yobelí demuestran que alcanzó el primer orgasmo sin ser penetrada. Juaneco siente que la sangre se agolpa en el cerebro, ilusionándose como adolescente. La dureza de su pene pide urgentemente ser guardada en esa vagina húmeda y ansiosa. La cubana susurra que ya es momento de entrar y cuando Juaneco se dispone a hacerlo, un estruendo sacude el edificio. El estrépito, seguido de temblores en las paredes, remueve el piso, desacomoda las cosas almacenadas, voltea cajas, tumba muebles y los amantes tienen suerte que la mampostería del cielo raso no les caiga encima. La energía eléctrica se corta y las alarmas de evacuación aúllan sin parar.
Juaneco y Yobelí, tal como vinieron al mundo, petrificados de terror y con los ojos desorbitados, no atinan a reaccionar. Aún no saben que su torre en el World Trace Center ha sido impactada por una aeronave comercial. El 11 de septiembre del 2001 se muestra espantoso para los dos y recién es las ocho con treinta y dos minutos.
Semblanza:
Oswaldo Jose Castro Aldaro. Barranco, Lima, Perú, Médico-Cirujano. Administrador de Escribideces-Oswaldo Castro (Facebook) y colaborador con Fantasmas extemporáneos (relatos cortos), Fantasmas trashumantes (mini relatos) y Fantasmas desubicados (micro relatos). Publicaciones en Ucronías Perú, Revistas Cuenta Artes, Molok, Aeternum, The wax, El Narratorio, Espejo Humeante, Penumbria, Nocturnario, Círculo de Lovecraft, Ibidem, Fantastique, Historias Pulp, El callejón de las once esquinas, miNatura, Demencia, Al borde de la caverna, Cathartes, Mal de ojo, Poiesis, Me gusta escribir, El asilo de Arkham, Desafíos literarios.