Cierras los ojos. Un golpeteo llama tu atención. Parece como si el segundero de un reloj hiciera tic tac, tic tac; una y otra vez. Al principio el sonido es suave, luego crece. En su punto de máxima intensidad un rostro surge en la oscuridad: Gesto malévolo, bigote poblado, con las puntas ligeramente retorcidas. Se acerca a ti, su mirada te amenaza, la sonrisa te devora. Con la mano izquierda agita algo que provoca aquel sonido. Una y otra vez. No para.
No sabes quién es, pero mientras más se acerca el malestar aumenta. Tienes el estómago revuelto y dolor de cabeza; tu corazón late a gran velocidad.
Un hormigueo invade tus encías. La fiebre es un filo que corta las plantas de tus pies y garganta. Comienzas a temblar, tu cráneo está a punto de estallar, la habitación da vueltas y te desvaneces.
Termina.
Despiertas asustado. El llanto y el vómito pelean por salir primero. No sabes qué pasó. La leche inunda tu garganta y tu nariz, no puedes limpiarte, estás atado. Tampoco respiras, toses hasta que logras recobrar el aliento.
Por fin lloras en paz.
¿Era un sueño?
Las sombras crecidas de los árboles anuncian el ocaso. Ha pasado lo mismo tantas veces que ya te da miedo volver a dormir. La rutina comienza. La cobija que aprieta tus brazos. La almohadilla con alfileres incrustados en forma de cruz bajo tu nuca. El pedazo de espejo sobre la cabecera. Las tijeras protectoras. Luchas por liberarte antes de que te acuesten. Es inútil. Mamá te da pecho y caes rendido. A veces logras despertar antes de que todo termine, pero al final siempre llega ese estruendo que te deja al borde de la locura. Aún no puedes hablar. Ojalá fueras más grande; podrías defenderte.
Al clarear llega el alivio. Un sinfín de escenas pasan por tu mirada. Con las manos rozas los costados de la hamaca donde pasas gran parte del día. Experimentas libertad, estiras los brazos e intentas alcanzar los hilos de sol que se cuelan por los espacios del tejado.
Algo rechina bajo la cama. El viento hace crujir las ramas de los nogales secos que custodian el frente de la casa. El techo parece respirar, retumba aquí y allá. Algo se arrastra por la pared. Sabes que está allí y te vigila, espera un descuido. Sientes su mirada, su sonrisa. Parece una bestia enjaulada que deambula de un lado a otro y espera para atacar. Te mantienes alerta.
La abuela dice que tus dientes comienzan a brotar, por eso no puedes dormir. Papá asiente con la cabeza. Según él, deben curarte el empacho con un té de manzanilla. El abuelo niega esas las teorías. Dice que son las brujas las que perturban tus sueños, ya deben saber de ti por los pañales que cuelgan del tendedero. Ellas se desprenden de sus pies y brazos con un ritual; las dejan a un lado de una fogata para que se mantengan calientes; se ponen alas y patas de una lechuza y surcan el cielo buscando presas. Por nada del mundo te deben dejar solo, son muy astutas. A ellas les gusta la sangre como la tuya.
Papá y mamá han acordado turnarse para vigilarte. Te han colmado de imágenes milagrosas a lado del espejo. Agujas forman cruces en las puertas y ventanas. Una virgen acompaña a las tijeras detrás de la almohada. Al día siguiente te llevan a la iglesia y le piden al cura que te bautice lo antes posible. Acepta, pero para el siguiente mes.
Pasan los días. La casa huele a fruta y a incienso. El aroma de la guayaba sobresale entre los demás. Las veladoras colocadas sobre la ofrenda parpadean sin cesar. Llegó la hora de dormir. Mamá repasa todo el procedimiento. El espejo, las tijeras, los alfileres, las imágenes, los vasos con agua, todo en su respectivo lugar. Papá asegura que después del sacramento, nada perturbará tus sueños. Mamá continúa callada.
Hace algunas horas el día se ha ido. Hay silencio en la habitación. Cierras los ojos y te hundes poco a poco. El martilleo se acerca. Tiritas, tu respiración se agita y esas punzadas en la cabeza te dicen que está por llegar. El remolino en tus entrañas toma fuerza. Las náuseas surgen. Ese sonido aumenta su volumen y cuando el rostro aparece logras despertar.
Gritas con todas tus fuerzas. Esta vez no cedes. Te retuerces una y otra vez. Quieres escapar. Después de un par de horas tu llanto cesa, pero sigues empecinado en no dormir. Te observan por horas.
El canto de los gallos y el renacer del mundo allá afuera te declaran vencedor.