Otra vez nadie quería salir (y no por culpa del Chino, sino de los otros terrucos que se habían antojado esa misma mañana tomar la Embajada). Cogió el último pan de la canasta y abrió la puerta raudo, aprovechando que todos estaban entretenidos con el show de los cómicos ambulantes (del Dos o del Cinco, total, eran la misma vaina). No era lo que tenía en mente, pero para un adolescente que se pasaba toda la tarde viendo dibujitos de colegialas chinas en lugar de salir con alguna de carne y hueso, era mejor que nada. Luego de dos horas en colectivo (esquivando algunos baches, taxis y carritos sangucheros al paso), llegó a su destino: una casona antigua de estilo gótico, con un jardín de rosas rojas y un cerco de púas a medio pintar (como era común en la Magdalena de aquel entonces). Entró sin documentos (felizmente, porque con esa pinta no llegaba ni a dieciocho). Una multitud de jóvenes vestidos como esos dibujitos orientales extravagantes cuchicheaban frente a un gran proyector donde se veía la imagen en tercera dimensión de un tal Gokú que, según los expertos de la cultura popular contemporánea, es el modelo heroico fundador de esta generación.
— ¿Es tu primera vez? —susurró una voz femenina a sus espaldas—. Al voltear, vio a una simpática muchacha con un par de orejitas de minina felpuda que sobresalían de su casi inexistente vincha azul.
—¡Sí! —respondió (algo enérgico pero nervioso), mientras señalaba el afiche de Sugoi, la primera revista nacional dedicada a la difusión de la animación y la historieta japonesa que lo había traído esa tarde ante la presencia de esa extraña pero encantadora muchacha de aspecto felino…
y así fue cómo comenzó esta romántica y bizarra historia en búsqueda de las animaciones más pecaminosas para la aún cucufatense sociedad limeña. Una historia que los llevó a pasar eternas tardes domingueras en el Centro Comercial de Arenales, el punto de encuentro de jóvenes que encontraban en el arte nipón una válvula de escape a una realidad aún marcada por el conflicto y la crisis financiera, una realidad donde era posible volar sin límites…
y así hubiera seguido esta historia, sino fuera porque un día llegó una carta que invitaba a la muchacha felina a viajar al País del Sol Naciente para presentarse a un concurso internacional de jóvenes historietistas.
—¡Si te vas, es el fin! —le dijo el muchacho (intentando agravar lo más que pudo su voz de triste poeta enamorado).
—Sayonara, entonces —le respondió ella (lacrimosa, pero sonriente), mientras cerraba tras de sí la enorme puerta de madera grabada…
y así pasaron veinte años. La creciente tasa de empleo digital transmedia dio esperanza a la nueva juventud centenial, los terrucos (y hasta el mismísimo Chino) fueron capturados y (como siempre) los crímenes de poder y odio siguieron a la orden del día…
y así hubiera seguido esta historia, sino fuera porque una mañana (de esas que calientan corazones rotos aún en invierno) una carta anónima llegó hasta su nueva oficina gerencial en la sede de Miraflores. Intrigado, cogió el serrucho, la abrió y leyó, despacio:
“Para el muchacho triste que conocí una tarde azulada en una casona animada de un barrio de Madgdalena…
Semblanza:
Elizabeth Peláez Sagástegui (Callao, Perú, 1992). Estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha participado en la plaquette colectiva El mar del ángel solo (Lima, 2018); en las antologías Liberoamericanas: 100 poetas contemporáneas (Liberoamérica, 2018), Versos en su tinta (Sociedad Peruana de Poetas, 2018) y El mar no cesa (Ángeles Del Papel Editores, 2019).