Los hombres ardilla vinieron a mí sin previo aviso. Ni siquiera una pista o señal que sirviera para amortiguar la noticia. Los llamé así porque ninguno dijo su nombre. Y todos tenían en su aspecto una ligera similitud con esos roedores. No digo que fueran iguales. Sus alturas y tallas diferían demasiado. Eran sus ojos, pequeños y redondos, y el par de dientes frontales que sobresalían hacia abajo los que inspiraron el sobrenombre.
Aquel día el sol me ganó la carrera. Se coló por las rendijas de las persianas y me restregó su tórrido triunfo en la cara, obligándome a despertar. Cuando uno se hace viejo comienza adoptar un patológico gusto por establecer conexiones inanimadas. Algunos escogen las flores, una prenda, una singular piedra de río, la mugre o…, qué se yo de las locuras del mundo. Eleazar, mi amigo desde la infancia, peleaba con el chirrido de la puerta trasera que daba a su jardín. Estaba convencido de que ese sonido existía con el único propósito de molestarle y que la puerta, por alguna extraña razón, tenía algo en contra suya. Como dije, las locuras del mundo.
—Has ganado, ahora largo —dije al cerrar las cortinas con la intención de ir a la cama nuevamente y, al girarme, vi a una niña de aspecto escuálido observándome desde la puerta. Parecía divertida con mi monólogo.
—¿Quién eres? —le cuestioné, pero antes de terminar la pregunta, se había marchado. Dejando el eco de sus piececillos rebotando por el corredor.
Antes de pensar en lo extraño que eso resultaba el recuerdo de mi hija apareció como un fragmento de película vieja y entrecortada. Con manchas en forma de círculos coloridos que no me permitían ver su rosto. Mi hija tenía la edad de esa niña de la puerta, cuando mi esposa murió. Pobrecita. Perdió a su madre a una edad en la que todavía no se asimila la muerte, pero sí el amargo sabor del abandono. Solo le quedó medio padre. Lleno de culpa, lleno de nada. Y sentí la frialdad en el pecho comprimiéndose porque sabía que iba a ser un día de ésos en los que la memoria no te deja vivir. Recordándote con detalle el infortunio que tú mismo te provocaste.
Entonces los escuché. El golpeteo de sus herramientas, el sonido de sus pies pesados al andar. Eran ellos. Fui hasta donde estaban e intenté hacer que se detuvieran, pero no me escucharon. Y tampoco me esforcé. Me quedé observándolos trabajar por un largo rato hasta que me percaté de que también yo era observado. A lo lejos, por el borde de la barra que conectaba con la cocina, sobresalían los ojos curiosos y el cabello medio enredado y tostado de la niña. Cuando quise acercarme corrió para abrazarse de las piernas del hombre más viejo, quien puso su atención en ella y después en mí.
—Venimos a arreglar el cable —dijo, pero no se acercó. Quizá porque no le gustaban las formalidades. Quizá porque yo aún seguía en ropa de cama o quizás también, porque sabía que eso era lo mejor. Asentí y volvió a lo suyo.
Atravesé la sala con la infausta velocidad que mi ser consentía. Con la indiferencia de lo ajeno y lo común mezclándose hasta convertirse en nada y en todo. Y llegué a la cocina, en el cuarto contiguo, para encender la cafetera tal como lo hubiera hecho en un día corriente. Sin hombres ardilla, sin niña.
Me senté a la mesa y cavilé sobre el tiempo que habría pasado sin que otra persona pusiera un pie en mi casa. Además de Eleazar, claro está. Tal vez serían tres años o dos, seis o cinco, no podía estar seguro. Y pensé en lo patético que resultaba que esos hombres de overol ocre y rostro singular; y esa niña, rompieran la cuenta. Después de todo solo iban arreglar el cable. Después de todo yo no los había llamado y, tarde o temprano, notarían su error y tendrían que irse. Sí, quizá ni deberían de contar.
Me serví el café en la taza de siempre y disfruté su calor en las palmas mientras lo acercaba a mi rostro para inhalar su aroma y beberme su paz. Ahí me quedé parado, de cara a la pared y a los cajones de la cocineta. Así acostumbraba hacerlo.
Después de algunos minutos una pequeña silueta se reflejó en uno de los adornos, pero esta vez no intenté nada. Aguardé en el mismo lugar hasta que vacié mi taza y la acomodé en el lavaplatos. Luego caminé sigiloso hasta una de las sillas. Como cuando estas frente a un ave y no quieres que vuele, solo para seguir observándola. Ella era mi ave. Asustadiza. Y debía tener precaución si quería que se quedara. No lo hizo. Regresó a la habitación donde estaban los tres hombres y merodeó por un instante hasta que uno de ellos, en un movimiento que pareció desarticulado, la tumbó contra un mueble. Lo que provocó que uno de los jarrones cayera al piso esparciendo sus pedazos de cerámica por todas partes.
El estruendo me trajo a la memoria aquel día; cuando el cristal de la ventana cedió a los golpes y sus minúsculos trozos regados brillaban amenazadores. Ese día, cuando mi madre me quitó a mi hija. Porque según ella (y tenía razón) mi casa no era un lugar seguro. No puedes saber con certeza lo que serías o no capaz de hacer hasta que lo has perdido todo. Enfurecí y quise golpearla, pero no pude. Y no por los motivos razonables. No porque fuera buen hijo y ella mi madre. Sino porque, lleno de rabia, tropecé con mis pasos y caí al suelo como un costal lleno de mierda, pestilente e inútil que, como tal, solo era digno de repulsión. Pero mi hija no me veía de esa forma, extendía los brazos hacia mí y lloraba, mientras yo maldecía con ojos desorbitados y la sangre atestada en alcohol. Los años siguientes fueron una nebulosa en mi vida. No la vi en todo ese tiempo y si lo hice, no podía recordarlo.
Quité las lágrimas de mis ojos y fui hasta donde estaba la niña, ya de pie, palpando con cuidado una pequeña herida en su antebrazo. Me miró frágil, inocente, desprotegida. Había algo en sus ojos que me recordaba a mi hija. Había algo en su pelo, en sus mejillas, en su miedo. Había algo de ella que era mi hija y quise abrazarla. Pedirle perdón. Decirle que ahí estaba yo para protegerla como no lo había hecho antes. ¡Que impotencia, querer salvar el pasado…!
Y caí en cuenta que los hombres seguían ajenos. Cada uno con la mirada fija en su labor, sin inmutarse. Me dirigí al responsable del incidente y me desahogué diciéndole cosas que ignoró de espaldas. El hombre de la derecha volteó a verme, parecía el más joven, señaló con el dedo índice su oreja, negando con movimientos suaves. Y siguió trabajando.
—Locos —dije y encaminé a la niña hasta el sofá a que esperara mientras yo iba por las cosas para limpiar su herida.
Cuando volví los hombres ardilla estaban en fila frente a mí, y la niña abrazaba los pies del más viejo.
—Nos vamos —dijo el hombre mientras cargaba su caja de herramientas.
—Pero no han terminado —contesté. No sabía qué decir para retenerlos. Quería que se quedaran un poco más. Quería curar a la niña, a mi hija, a mí.
—Será otro día —y se marcharon.
Regresé a los rastros del jarrón y esculqué entre ellos buscando no sé qué para distraer la mente. Metí una mano debajo del sofá en busca de más trozos, y sentí el gélido contacto con las baldosas que me pareció extrañamente confortable; me dejé caer, poco a poco, hasta que todo mi cuerpo descansó en el piso. Ahí tirado lloré hasta quedarme dormido.
Cuando desperté era noche. No supe qué hora, quizá de madrugada por el completo silencio. Todo ahí me pareció vacío. Ese zumbido, la intrusa luz del farol y mi cuerpo tremulante me inspiraban algo. Bien podía ser miedo, o tristeza. Ni siquiera intenté levantarme ¿Para qué? Daba igual si el sol me encontraba en el suelo o en la cama. Esa vez yo le había ganado, y por mucho.
Cuando vi a Eleazar, a la mañana siguiente, parecía alarmado. Pude notarlo desde que asomó por la ventana. Qué desagradable impresión habrá sido verme ahí tirado y pensar lo peor. Antes de darme cuenta ya estaba de pie. Abrí la puerta, pero ahí no estaba Eleazar, sino la niña y los hombres ardilla.
—Venimos a terminar lo que dejamos pendiente —y di media vuelta para dejarlos pasar.
Semblanza:
Brissa Ochoa. H. Matamoros, Tamaulipas (1990). Profesora egresada de la Escuela Normal J. Guadalupe Mainero. Participa en el Taller de Creación y Apreciación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Libros publicados: Suspendidos (Pathbooks, 2020). Participación en las antologías Justo en el borde (2019) Cuentos cortos para noches largas (2019).