Te dije que iban a venir, Ponciano; acuérdate que te lo dije. A lo mejor ya ni te acuerdas porque ya pasaron muchos años, pero ahí vienen, Ponciano. Vienen por nosotros.
*
—¡Pérate, chingaos! Déjame respirar tantito.
—Pero si yo soy el que viene cargando la carretilla, Ponciano.
Fidencio se detuvo, descansó la carretilla y miró hacia atrás para ver a su compañero. Maldito gordo, pensó, si no tomara y no fumara tanto. Un brazo se salió de la carretilla.
—¿Viste, Ponciano, viste eso?
—¿Qué, pues?
—Los difuntitos se quieren regresar pa su escuela.
—No digas pendejadas, Fidencio. Esos mocosos ya están bien tiesos. Eso les pasa por revoltosos.
—Pero igual y un día vienen a jalarte las patas, Ponciano.
—No mames, güey, ¿a poco todavía crees en esas cosas?
—¿Quién sabe, Ponciano, quién sabe? —Se frotó las manos para mitigar el frío y continuó—. ¿Me vas a ayudar o qué?
—Ya, no estés de puto y dale. Ya es nomás ahí donde se ven esas matas.
Avanzaron unos metros hasta el punto indicado y quitaron unas ramas que ocultaban la fosa en la oscuridad de la noche.
—Lo bueno es que ya son los últimos —dijo Ponciano secándose con la manga el sudor que le caía por la frente—. Así ya no tenemos que acarrear. Ya nomás es de prenderle fuego y tapar el hoyo.
—Como tú no cargaste, compadre.
—¡Ya, pues! Además, yo te ayudé a cavar, ¿que no? Mira, pa que veas que no soy ojete, yo le prendo a esta chingadera. Vas a ver ahorita cómo se nos quita el frío —se saboreó el cigarro que traía sin prender durante toda la jornada.
—Oye, ¿y qué no era más fácil dejarle su escuela a los chamacos? ¿Pos pa qué había necesidad de dispararles y hacer todo esto?
—Qué se yo, Fidencio. Órdenes son órdenes. Ya sabes, a los de arriba no les gusta el borlote y estos chamaquitos ya se estaban pasando de la raya. Mira que andar diciendo que al alcalde le gustan los niños y que su esposa es una piruja. Esas ya son palabras mayores.
—Eso todo mundo lo sabe, Ponciano.
—Pos sí, pero no se dice.
—A mí se me hace que fue por lo del dinero que era pa la escuela.
—Bueno, ¿y a ti qué chingados te importa porqué fue? De todos modos, de ahí comes tú también, ¿no? Tú y toda tu familia comen de ahí. ¿Qué harías si no?
—A lo mejor estaríamos en uno de esos hoyos.
—Pos mejor ellos que tú, ¿que no, Fidencio?
Terminaron de arrojar los cuerpos en la fosa e hicieron otra pausa antes de prenderle fuego.
—Apenas y cupieron los jijos de la chingada.
—Parece que se van a salir.
—Ya, pues.
El Gordo Ponciano se volvió a pasar la manga por la sucia frente y luego sacó de una de las bolsas de su abrigo una botella de mezcal.
—Vas a ver ahorita cómo se nos quita el frío —dio un trago y lo escupió sobre la fosa—. Ora, pues, éntrale.
Fidencio alcanzó la botella de la mano de su compañero y dio el trago más amargo de su vida. Le hubiera gustado escupir también, pero le daba pena con la sangre que manchaba los cuerpos agujereados de los estudiantes, esa misma sangre que todavía traía en las manos. Por eso él no se limpiaba el sudor de la frente; aguantaba, porque le daba miedo mancharse la cara con el pecado de otros, los de allá arriba, los meros jefes, los que daban las órdenes. Y ay de ti si no obedecías, porque te andaba tocando la misma suerte.
Ponciano encendió un cerillo y lo acercó al cigarro que traía en la boca. Jaló una vez y arrojó la pequeña flama a la fosa.
Crepitaron los cuerpos y a lo lejos se escuchó el canto de un tecolote.
—Un día van a venir por ti, Ponciano; acuérdate.
—No creas en esas pendejadas, Fidencio. Tú nomás tápate los ojos y sigue con lo tuyo.
A la madrugada, la carne de los muertos ya se había consumido con las últimas llamas. Echaron unas paletadas de tierra, volvieron a poner las ramas y se marcharon, olvidando la botella de mezcal. A la entrada del pueblo se despidieron y cada uno tomó rumbo a su casa, a descansar, con sus respectivas familias, como después de una larga jornada de trabajo.
—Nos vemos, Fidencio.
—Seguro, Ponciano, seguro.
*
—Te dije que iban a venir, Ponciano; acuérdate que te lo dije. A lo mejor ya ni te acuerdas porque ya pasaron muchos años, pero ahí vienen, Ponciano. Vienen por nosotros.
—Sí, pues. Lo malo es que ahora ni mezcal tenemos para apagar el frío.
A lo lejos se escuchó el canto de un tecolote.