Hablamos en nuestro anterior capitulo, que tenemos una bifurcación: por un lado tenemos el dogmatismo, por el otro el escepticismo. Frente a la pregunta que se nos plantea por esta decisión, estamos clavados en una situación nada agradable; o dudamos de todo y llevamos esto a sus últimas consecuencias o creamos valores inamovibles e inalterables.
Esto último en la híper-modernidad se vuelve reprobable y totalmente imposible, ¿por qué? Porque ante el cumulo inimaginables de situaciones en el que humano se vuelve observador (virtual o físicamente) no podemos plantearnos una verdad o un valor que soporte todas las situaciones como si fueran las mismas.
Ahora, hemos visto que las verdades son una especie en riesgo. Vivimos en un tiempo de pos-verdades. Lo mismo pasa con nuestros valores; al matar de Dios de una forma social, los valores judeocristianos que cimentaban nuestra cultura occidental, se derrumbaron como Jericó, indefensos y sin muro, la fe que reprimía nuestros deseos fue liberada y puesta en bandeja de plata para el emotivismo moral que nos domina.
Somos los hijos de nuestros deseos, intentamos excusarnos en la idea de los bienes relativos, en que si no me afecta su vida ¿Por qué debería yo de entrometerme? Somos los hijos a conveniencia de la edad del vacío, de las conveniencias fútiles y frágiles. Donde mañana soy verde y después gris, tal vez de izquierda y pasado de derecha. Mas en todo esto, siempre estamos pensando en ausencias y presencias, en las dos puntas de una regla, ¿qué pasa con todo lo está en medio?
Nietzsche hizo una crítica muy dura acerca de la moral, pero no deja de ser emotivista y utópica. Por lo tanto debemos plantearnos nuevos paradigmas respecto a los planteamientos sociales. ¿Qué debemos hacer para no caer en los extremos de los valores? ¿Cómo plantearnos el futuro en una sociedad cada vez más globalizada y fragmentada?
Te propondría que revisáramos un poco más atrás de la cristiandad social, y tratáramos, más que de buscar el valor absoluto, viéramos una ética de las virtudes, ahora tú me preguntaras ¿Qué es esto? Y yo te responderé: la ética de la virtud es un enfoque diferente a la manera en que nos planteamos la moral al día de hoy. Esta corriente de estudio de la moral, parte en que esta surge de rasgos internos de la persona, las virtudes, en contraposición a la posición de la deontología (la moral surge de reglas) y del consecuencialismo (la moral depende del resultado del acto).
Aristóteles nos dice: “La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como la determinaría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto. Y así, unos vicios pecan por defecto y otros por exceso de lo debido en las pasiones y en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por lo cual, según su sustancia y la definición que expresa su esencia, la virtud es medio, pero desde el punto de vista de la perfección y del bien, es extremo”.
Pongamos un ejemplo para entenderlo mejor: un consecuencialista argumentaría que decir una mentira es malo debido a las consecuencias negativas producidas por mentir, aunque un consecuencialista permitiría que determinadas consecuencias previsibles hicieran aceptable mentir en algunos casos. Un deontólogo argumentaría que la mentira siempre es mala, independientemente de cualquier «bien» potencial que pudiera venir de una mentira. Un partidario de la ética de la virtud, sin embargo, se centraría menos en mentir en una ocasión particular, y en lugar de eso consideraría lo que la decisión de contar o no una mentira nos dice del carácter y la conducta moral de uno.
Si se toma en cuenta esto, la moralidad de decir una mentira se determinaría caso por caso, lo cual se basaría en factores como el beneficio personal, el beneficio del grupo, y las intenciones (en cuanto a si son benévolas o malévolas). Las éticas de la virtud niegan que la moral se reduzca a un conjunto de principios o reglas morales que hay que seguir y afirman que la moral se manifiesta a través de rasgos internos de la persona, las virtudes, que son disposiciones de carácter moral u orientación de la voluntad a vivir de una forma admirable.
MacIntyre propone volver a una concepción aristotélica de la vida buena que de coherencia a estas convicciones y alumbre un conjunto de virtudes que ofrezcan ejemplos de vida y den sentido a la existencia humana. Ya no sirven teorías éticas construidas a partir de principios y reglas de aplicación universal.
Ahora, tiene sus defectos esta visión, pero eso lo veremos en el siguiente capítulo.