Mis primeros roces con el rock fueron a través de la colección de discos LP de mi padre que incluía joyas como el álbum debut de Black Sabbath, School’s Out de Alice Cooper y el segundo disco de Led Zeppelin, pero pasaron casi desapercibidos para mí. Probablemente porque aún era muy niño y no entendía la relevancia de estos artistas. Fue hasta que entré a la preparatoria, donde a la par de la adolescencia, me fui adentrando en el submundo de la música extrema, y esa presencia velada fue revelando con un rostro cada vez más descarnado y agresivo. En los primeros días de bachillerato conocí a Francisco Santoyo Pérez, un chico con quien me sentaba en clases de informática y solía llevar sudaderas de Sepultura y playeras de Slayer; en poco tiempo nos hicimos amigos (aún seguimos siéndolo). Él me prestó los primeros discos de rock y metal que escuché a conciencia: Inferno de Motörhead, Arise de Sepultura, Speak English or Die de Stormtroopers of Death, Persecution Mania de Sodom, The Antichrist de Destruction y To Mega Therion de Celtic Frost. Este último llamó mayormente mi atención porque conocía la portada, la había visto antes y sabía quien la había realizado, era obra de H.R. Giger, ¿Cómo no reconocer su trabajo?
Cuando llegué a mi casa y en el estéreo comenzaron a fluir las primeras vibraciones me di cuenta de que ahí había algo que no me era del todo desconocido pero ahora tomaba una forma clara que revolucionaba mis oídos. Era oscuro y agresivo, una especie de condición bipolar de lo tétrico o depresivo que contrastaba con una violenta euforia. Quedé atrapado inmediatamente por aquel sonido. Así dio inicio una constante búsqueda de lo más descarnado, lo más ruidoso y devastador que el metal pudiera ofrecer y sin duda lo encontré. Conocí bandas que muchos asiduos a las guitarras más distorsionadas consideraban ruido. Sin embargo, no logré encontrar la misma sensación que tuve con aquel disco de Celtic Frost y lamentablemente jamás podría experimentar de primera mano aquel despliegue de emociones, ya que la banda se había desintegrado en el año 2007, justo después de su primera presentación en México. No obstante, pese a la desaparición de Celtic Frost, no me detuve en mi camino por los rincones y subgéneros del rock más pesado hasta las pocas transitadas esquinas de grindcore y el crust–punk.
Desde ese primer momento en el que Paco me prestó sus discos al día de hoy han pasado casi diez años y veinticinco conciertos. Me he visto envuelto en remolinos de gente gritando y lanzando patadas al ritmo de Raining Blood, corear las letras de Judas Priest, presenciado las actuaciones de algunas leyendas como Cronos, conseguido los autógrafos de Mark Osegueda, Joel Grind y todos los D.R.I.. Fue una buena etapa, los boletos no eran tan caros y había tanto que ver, todo era nuevo y excitante. Iron Maiden, Kreator, Destruction, Exodus, Mastodon, Anthrax, King Diamond, etc. Básicamente mi adolescencia giró en torno a la música, al Thrash, al Death, al Heavy. Suele decirse que en esa etapa de la juventud existe un estado de crisis, de ruptura con todo y una rebelión ante todo lo que se conocía hasta ese momento, volviendo a los adolecente criaturas conflictivas, pero en mi caso no fue así, hecho que atribuyo a los conciertos, estos eran mi desfogue, el catalizador necesario que dirigía toda la agresividad que había en mí. Ir a un concierto era una vía de escape para todos esos supuestos males que aquejan a esas edades.
A estas alturas creo poder enumerar los momentos más importantes de mis incursiones a foros y estadios para ver los artistas dirigir su sonido al mundo. Ver el show de AC/DC fue momento eufórico, presenciar la actuación de Lemmy (pese a la terrible ecualización) fue incomparable, no podría dejar de mencionar a los mismísimos padres de todo el género, Black Sabbath, a quienes pude ver en las dos ocasiones que pisaron estas tierras, pero el punto culmen fue The Who, una de mis bandas favoritas y a quienes pude contemplarlos en toda su estridencia británica.
Desde hace algún tiempo la fascinación por los espectáculos en vivo ha ido menguando, pero partir del momento en el que vi a The Who en el 2016, el encanto de la música en vivo inició un declive más acelerado. La emoción que despertaban los anuncios de las próximas presentaciones no ha sido la misma. Quiero pensar que se debe a un proceso de crecimiento personal, a madurar, aunque créemelo sería una exageración. Lo cierto es que mis gustos musicales se han ido modificando; el metal sigue presente, pero cada vez se mueve más hacia un segundo plano, al terreno velado del que salió en primer lugar, sólo que esta vez va dejando una huella que no se podrá borrar. Ahora en vez de Sodom, Cannibal Corpse o Napalm Death, hay una nueva alineación de músicos que son mi prioridad, la mayoría de los cuales jamás podré ver en vivo porque lamentablemente han muerto y aun así acompañan mi camino de una manera más relevante. Jeff Buckley, Miles Davis, Coltrane, Thelonious Monk, Howlin’ Wolf, Bowie, Jay Hawkins, Jaco Pastorius, Frank Zappa y especialmente Leonard Cohen (cuya muerte realmente lamenté) van llenando los días. Mi gusto se ha vuelto ecléctico, atrás quedó esa actitud infantil de desgarrarme las vestiduras por un solo estilo de música. He retomado aspectos de mi crianza como lo es la música latinoamericana y la así llamada nueva trova, tuve un rencuentro formidable con el blues por el cual agradezco a un par de personas y con agrupaciones como Wu-Tang Clan he rememorado mi experiencia con el rap durante la secundaria. El espectro es tan amplio que parece no tener un fin, siempre hay algo nuevo que escuchar.
Entonces llegó el 2018 y decidí darme el gusto en una especie de gira de despedida por la nostalgia de aquellas emociones. Primero Red Fang, una banda Stoner y uno de mis últimos gustos adquiridos, con una especie de revival de las viejas bandas salidas del género acuñado por el Master of Reality se presentaron en el foro Alica, una institución de la clandestinidad mexicana que se puso a reventar esa noche. Segundo y unos meses después tocó turno del Hell&Heaven, nunca había ido a un festival tan grande, fue la oportunidad de satisfacer nuevos y antiguos deseos; con todo y la lluvia el primer día resultó una ocasión placentera y divertida que dio gratas sorpresas, el seguro día no fue distinto (salvo por la lluvia), pasar el rato con amigos, bebiendo cerveza, whisky, escuchando buena música, la palabra clave aquí es: satisfacción. Al final, dos semanas después, el tercer y último acto, Tritpykon. Cuando se anunció su presentación no lo podía creer, pensaba que jamás pasaría, al menos no de este modo porque ellos eran la atracción principal, no se trataba de un concierto en el que habría varias bandas, ni eran los teloneros de un headliner que atrajera al público, no, Triptykon era LA BANDA.
Su historia inicia con un nombre distinto y con un hombre, Thomas Gabriel Fischer, mejor conocido como Tom Warrior, un suizo nacido en el 63 que junto con otros dos (Pete Stratton y Savage Damage) inician un grupo llamado Hellhammer, banda que tuvo una existencia breve pero intensa, en sólo tres años hubo un cambio de cinco integrantes y produjeron demos de tres discos, un single y un EP. En 1984 con la entrada del finado Martin Eric Ain e Isaac Darso la agrupación renació con el nombre de Celtic Frost.
Como la continuación de Hellhammer, Celtic tuvo una vida convulsa, sus primeros dos discos (Morbid Tales y To Mega Therion) seguían la misma línea brutal y oscura que había marcado su origen, pero ya hacia su tercera producción de estudio que fue titulada Into the Pandemonim, la experimentación con nuevos ritmos dieron inicio a un largo camino. Salvo por Tom y en menor medida por Martin, la banda tuvo cambio de integrantes con cierta periodicidad, hasta que llego su “infame” fase glam. Muchos de los fans se decepcionaron con la salida del disco Cold Lake y posteriormente con el Vanity/Nemesis, álbumes en los que parecieran dejar de lado toda la atrocidad que los había caracterizado, incluso adoptaron la estética dictada por el estilo musical. Resultaba desconcertante ver a Warrior con el jopo bien alto, usando mezclillas ajustados y enseñando el ombligo en entrevistas para la MTV. Este cambio se debía mayormente a su incursión dentro del mercado norteamericano, el cual era dominado por bandas como Mötley Crüe, Cinderella o Def Leppard. El mismo Tom mira con vergüenza aquellos años, pero siendo sincero, el suyo ha sido el glam más podrido y cabrón que he escuchado. Nada de Guns n’ Roses o Poison, ninguna de esas bandas llegaba a la bestialidad de Celtic, ni siquiera Twisted Sister con todo y su show de provocación lograba una brutalidad similar.
Para ese entonces, Tom estaba bastante fastidiado de las compañías disqueras. La responsabilidad del giro de la banda hacia ritmos más suaves recaía mayormente en sus productores que consideraban que este cambio generaría más ventas, pero no era lo que Fischer quería para la banda, él es un hombre de principios, nunca le importó realmente el éxito ni el dinero, lo que él quería era hacer música, por ello en 1993 indujo a Celtic Frost en un estado de coma. Fue hasta el año 2001 cuando hubo noticas de que Tom y Martin regresarían al estudio para sacar un nuevo material, esta vez con su propia discográfica y un control absoluto del proyecto sin nada que interfiriera su visión artística. Cinco años más tarde nació Monotheist, un disco que rescataba la esencia de sus primeras canciones combinadas con ritmos densos que generan una atmosfera tétrica. Con ese nuevo material iniciaron una gira, la más larga de toda su carrera y que terminó con todo lo que quedaba de la banda. Hacer el tour básicamente fue inmolar a Celtic Frost ante los dioses del rock y sus cenizas quedaron depositadas en el Circo volador.
Como toda relación que se jacte de ser personal, Celtic tuvo entradas y salidas, peleas, cambios de rumbo, experimentaciones, revolcones de los cuales se arrepintió… y como todo, llegó a su final.
Pedirle a un músico que no haga música es pedirle la muerte.
En el 2008 Tom ‘Fuckin’ Warrior se juntó con algunos amigos y formaron un nuevo grupo: Tritpykon. La intención era retomar las cosas donde se quedaron, construir el último pilar de una trinidad iniciada hace más de tres décadas. Retomando el sonido que Tom había previsto para el futuro de Celtic (futuro que nunca llegó) y una formación estable que cuenta con la participación de Victor Santura en la guitarra líder y la bajista Vanja Slajh, Triptykon ha dado luz a un EP, un single y dos álbumes de estudio magistrales. Nunca creí que esta agrupación se presentara en México, pero ocurrió.
La mañana de 18 de marzo era incierta, aún no sabía si podría asistir al concierto, Paco estaba en un dilema similar, pero salvando las dificultades del día (principalmente económicas) logramos arribar al metro La viga cerca de las 7:30 de la tarde, aún había sol y a comparación de otros conciertos a los que había ido en el Circo volador no había tantos vendedores de parafernalia, es más, había poca actividad en general. Aún había boletos en la taquilla mismos que aprovechamos. No sabíamos si habría alguna banda abridora, ni siquiera los promotores se molestaron en anunciarlo, tampoco respondieron a ninguna de las preguntas que los fans hacían en la página del evento que habían creado en Facebook, tal desinterés parecía una mala señal. Daba miedo pensar que no se hubieran vendido todos los boletos y cancelaran o algo similar, muchas cosas pasaron por la cabeza. De cualquier modo, entramos al recinto cuando dieron las 8:00.
Hacía mucho tiempo que no me paraba en aquel lugar, fue inesperado darme cuenta de que se habían sumado a la “moda” de las cervezas artesanales, pero por lo demás todo estaba prácticamente idéntico a la última vez que lo visite. El escenario se había montado en el lobby, una señal de la poca capacidad de convocatoria de la banda, dos imágenes de Giger (mismas que son las portadas de sus dos discos) adornaban los costados y en el fondo central el nombre de la agrupación. A cuenta gotas el lugar se fue llenando, estoy casi seguro de que la mitad de la gente que estaba ahí venía de otras partes de la república. La gran mayoría del público era gente de la vieja escuela, pero también había rostros jóvenes, algunos de los cuales seguramente era su primer concierto, después de todo, no hay mejor manera de desvirgar los oídos que con los sonidos de leyendas subterráneas que aún poseen carne humana.
Cualquiera que haya ido a un concierto de metal sabe que existen tres zonas importantes, el frente donde están los mañaneros que se pelean por estar frente a frente con los artistas, luego el slam, mosh pit o pogo donde surge un sentimiento de camaradería entre desconocidos que se vapulean unos a otros, arrogarse ahí es ser el sacrificio para la deidad que sin ser nombrada va llenando los espacios de la sala; y por ultimo están los viejos locos de la parte atrás, la zona autodesignada de aquellos que se enorgullecen de tener los suficientes años encima para percatarse que se puede disfrutar de un concierto sin tener que salir lleno de moretones, muchos ayeres les ha dado la experiencia de poder apreciar los eventos de la misma manera en la que se ven los cuadros de el Bosco y saber que se puede ser partícipes de la brutalidad sin mancharse con ella. Ir a un concierto es una catarsis, un acto impregnado de un aura ritual. La combinación de la música y aglomeración de la gente que nos cubre con una sombra de anonimato en la que la individualidad crea la atmósfera necesaria para estar en presencia de algo sagrado, algo que va más allá de nosotros, más allá de los sacerdotes del escenario, y todos los involucrados somos elementos que existen en el momento con sólo un propósito, para una sola deidad omnipresente, dadora de sentido y vida, el arte.
El reloj marcó las 8:25 pm, el lobby estaba lleno de una neblina que se tornó aún más oscura cuando las luces se apagaron, tan sólo fue un instante antes de que los reflectores del escenario se encendieran, pero las sombras se adueñaron de todo. Entonces uno a uno los miembros fueron recibidos con aplausos y gritos eufóricos, la audiencia perdió la cabeza cuando Tom se presentó ante nosotros. Sin mucha charla dieron inicio a la presentación misma que estuvo repleta de todos sus grandes himnos, el groso de su setlist fueron canciones de Celtic, las menos fueron del trabajo realizado propiamente por Triprykon, tres piezas que si bien eran pocas en número compensaban en brutalidad y duración, pero la pièce de résistance fue la inesperada rencarnación de Hellhamer con tres melodías cargadas de su atrocidad característica. Canción tras canción todo era éxtasis y descontrol, apenas se anunciaba el nombre de la siguiente y la gente se desbordaba de emoción. Tantos eran los vítores que a duras penas Tom podía hablar; en determinado momento pidió un poco de calma para poder decir unas palabras en las cuales recordó la última vez que había estado en México y de lo significativo que le había sido el país (algo que igualmente se evidenciaba en algunas entrevistas en las que expresaba su intención de volver a nuestra nación), también pidió el reconocimiento para los músicos que lo acompañaban demostrándonos que sin ellos él no habría estado con nosotros esa noche, además declaró su admiración y gratitud por el recibimiento que todos los presentes le demostrábamos al disfrutar de su trabajo y refrendó aquella sentencia no del todo comprobada que asegura que el público de México, Latinoamérica en general, es de los mas más entregados y brutal que hay en el mundo.
Esa noche fue una noche importante. La atmósfera de oscuridad estaba firmada por una última brutalidad, una primigenia, extrema y visceral que dio la procreación de los malvados. El emperador destronado se mezcló entre nosotros mientras la sangre y el sudor escurrían por el suelo. Un embrujo nos guiaba hacia las criptas de los rayos y nos daba el impulso necesario para llagar al final. Cuando el círculo de los tiranos resonó en las alturas, algo en mí habría encontrado su lugar, dejaba atrás algo que, aunque constante, se iba diluyendo con el paso del tiempo. Esa noche algo pasó a la historia, la última noche de anhelo por la visión de la inmortalidad que no se posó sobre nosotros pues el usurpador había sacrificado la cordura en el altar del engaño para ver caer a Babilonia, hasta que los gritos necrománticos nos revelaron la sorpresa de los tres martillazos del infierno, uno por la masacre, uno por el cegador y uno por el mesías. La última página del tríptico se desdobló con cuentos mórbidos ofreciendo el cierre con prolongación hacia la nada tras diez años de vida para la estridencia, de golpes al aire y muros de la muerte. Esa noche fue la última noche del sonido a distorsión, el doble pedal que machaca los huesos y el canto al dolor, canto que no cesa, sólo cambio de estación. Un último concierto. Una última banda. Justo donde todo comenzó. El futuro ahora es difuso, no sé qué vendrá, pero en aquél momento sólo existía el momento.
Como todo evento que se jacte de ser humano éste tuvo un final. Salvo por dos o tres canciones que personalmente me habría gustado escuchar, la noche no dejó nada que desear. En realidad no puedo quejarme, recibí, recibimos, más de lo que esperábamos. No se podía pedir más a una agrupación y a un hombre que lo han dado todo por la música, por el arte. Si este es fue el último concierto de metal al que iré, como es lo planeado, me voy por lo alto, satisfecho y pleno. Después de todo creo que así es como uno debe llegar a los finales, cuando la alergia se nos nota en los ojos, ¿Qué caso tiene dejarlo todo cuando ya está dado a la mierda? Lo mejor es retirarse cuando vas ganando, cuando ya nada puede ser mejor. That’s the way to say goodbye.