Mientras miles de citadinos se alistaban para su ya clásica peregrinación mensual al templo de San Judas Tadeo, otros miles se preparaban para su ya clásica marcha anual del orgullo lésbico-gay. La mañana corría ajustándose a cada una de mis faenas, hasta que el señor don reloj comenzó a apremiar.
En la ducha surgió en mi interior un loco impulso por rescatar mi adolescencia ya casi perdida. Planeé proponerle al Ruso ir al Chopo, vagar por dicho “tianguis cultural” y después embriagarnos a sus alrededores con señoras caguamonas micheleadas.
Una vez en el andén de 18 de marzo, estación diaria en tiempos preparatorianos, decidimos salir a buscar unos luckiestrikes. Caminamos sin prisa y sin rumbo, necesitábamos una de esas tantas tiendas de autoservicio pertenecientes a transnacionales
La tos crónica aún no llegaba, así que el vigor por terminar en ninguna parte nos alentaba. Escalas aquí y allá, con hombres perforadores adictos al taco. Estábamos alineados en la calle Excélsior de la colonia Estrella, inertes apresuramos el paso, sigilosos y burlones.
Antes de emprender la marcha hacía Buenavista, una parada de carácter nostálgico al Holligans, lugar que fuera nuestro otrora punto de encuentro y que ahora sin la presencia de aquel secuaz, es atendido por un hombre de aspecto desconfiado y peinado inexistente.
El café se enfriaba en las entrañas de mi hermano, ya no había nada qué hacer ahí, la ciudad es mucho más que esos 20 metros cuadrados.
Ruedas y microbuceros, ciudad enclaustrada en sus imecas e interrupciones de checadores advirtiendo cierres de calles a causa de una marcha gay. Enfados y malascaras de la mayoría pero en nosotros se suscitan arranques pueriles y sinceros de emoción, felicidad con manotazos, un grito unánime: ¡Vamos a la marcha gay!
A pata ambos: La lagunilla y su folklore. Murmullos crecientes y ruido inextirpable, carros alegóricos, máscaras, plumas, antifaces, alas de cartón con plumas artificiales, hadas pretendientes, brillos, lentejuelas, confecciones exclusivas y propias, músculos, pestañas postizas, silicones, banderas agitantes, consignas, barullas… un carnaval, una fiesta, un ritual. ¿Cómo no unirse a todos ellos? Cantemos con ellos, ¿a burlarse un rato de los persignados y mirones, de Serrano Limón y de Calderón? Sí, hagámoslo.
Después de dar varias vueltas zocaloides a la Plaza de la Constitución, furor agotado. La realidad se instalaba poderosa, cruel y penetrante, vinieron los fueras de lugar y el hecho de que ninguno de los dos llevábamos tangas a la vista ni banderas por arcoiris.
Prestos fantaseamos con una historia que justificara nuestra presencia en ese lugar: “Nuestros padres son un matrimonio homosexual y nosotros venimos en su representación, ya que ellos están en su doceava luna de miel”. El desfile ha llegado a su fin para quienes no mascamos esas jergas. El ocaso de un día de cebada fallida fructífera nos indica el retorno a casa con nuestros padres heterosexuales y la cotidianidad monótona de ese sábado 28 de junio de 2008. Nos marchamos serotoninos de ahí, dando la espalda al Gay Parade.