Crónica de mi viaje a Venecia
El barquero avanza, su mano en el remo como un baqueano abriéndose camino en la montaña. La punta de la góndola siempre arriba. Me incluyo y me excluyo en el vaivén de las olas. Venecia se reparte entre los puentes, se repliega y roba pantano a las aguas del Adriático. En San Giorgio Maggiore me acoge un laberinto producto de la ceguera de alguien tan familiar como un padre. También en Venecia un hombre, otro, me indica el camino en la noche oscuramente plateada en que bajo del vuelo barato. Me arrojo al vaporetto como quien encuentra el bote salvavidas en medio de un naufragio. Ahí conozco al hombre de mi vida. Pronto entiendo que puedo entrar, perderme y salir. Él me guía por veredas que ondean y se iluminan o disipan luz, según nos acerquemos o alejemos de los puentes. No entrego mi valija con ruedas a pesar de los miles de escalones. Me pregunta por qué he venido sola. Digo porque quiero conocer. En Venecia el amor, dice y voltea su experiencia de pasadizos, de entrar por un puente y salir por otro, de pasear por las plazas agarrado del brazo. Con la misma deliciosa mirada rosa mi cuerpo. Huele a alcohol. Reímos. Al final de la noche me hace avanzar por el pasillo hasta la puerta doble con manitos de bronce como a Jacopo su maestro Tiziano. Me quedo afuera. Adentro era igualita a Susana y los viejos: rosa desnudez enjoyada. Entro. El hombre agita los brazos de manera acuática en un crol descosido y su enorme contextura en bajo relieve con la mía hace que dirija la vista hacia el agua y esté allí él, su reflejo, hundido en el pantano de mis ojos. Voy a volver después. Ahora renuncio a sus manos. Entro al vaporetto.
Hay puentes que unen islas, que unen casa y museo. Hay puentes que unen cuerpos y máscaras de carnaval. Los pasos avanzan como hace un rato mi escualidez encima del hombre, la mirilla del casino Venier espía mis pies, también el liago del puente de los Baretteri y los habitantes de la casa inclinada de la calle Sansoni. Soy buey y asno pero todo en femenino con una máscara de bajos instintos. Los pies míos siguen la ruta de las especias de Oriente a Occidente y todo en Venecia. Atravieso un puente, dos. Me siento a la mesa en Las bodas de Caná, acá todo es lo que es y más. Mi viaje en vaporetto revuelve el traverzzino veneziano y veo ondear el agua y al instante corroer las paredes de un cimiento en el pantano que tuvo siglos y siglos. Giro, giramos mi cabeza en cualquier parte y mis extremidades embelesadas de azúcar y alcohol, de escaleras y pasajes. Sonidos de un puño de agua; el pulso musical y los compases de Arianna contra las paredes multiformes de las casas y el reloj de los moros que anuncian la hora cada hora en figuras de bronce oscurecido. Llego. Mi cuerpo se acurruca bajo el sol del Lido.
Vuelvo a la noche y al hombre. Él pulpa de melocotón Il Bellini, yo rojo anaranjado Lo Spritz o simplemente dorado de birra en la esquina de Madonna y la calle Del Perdón. Bebo la pócima milagrosa de polvo de víbora, opio, poso de vino seco y cuerno de unicornio y recorro los cien pasos venecianos de farmacia en farmacia. El hombre me guía como un hecho histórico. Sus pasos le mecen el cuerpo de escalón en escalón, apenas entrando en los pasillos casi toca los faroles. No necesita que un mercader le preste 3000 ducados. Le susurro a la noche. Amo al hombre de Venecia que escribe en el castillo de Dux. Los amarradores del vaporetto tienen manos grandes del trabajo, no nos vamos a hundir. El ruido del agua se traga los objetos que están en la orilla y los devuelve al mismo tiempo. Absorción suculenta de chupar. La calma de ida y vuelta en la canción del agua sobre las cosas: Siete rosas de oro se van fundiendo hasta desaparecer su historia y el símbolo. El oro solo no vale lo que las rosas y el gesto.