La ventana, recubierta de barrotes y cadenas, apenas da una muestra de la primavera de Carolina del Norte, incipiente, aletargada. Scott ya no me va a recoger, se dice a si misma porque no fue al entierro, con la terapia de electroshock y los sedantes que la atan a la cama a veces se le confunden los pensamientos. Se escucha el crujir de las ramas por el silencio en este pabellón de mujeres atacadas por los nervios del Highland Hospital.
Toda esta vida, tardes revisando la platería, el matrimonio con una joven promesa de las letras, servilletas con una Z y una S entrelazada, limonadas con risas hipócritas en algún Country Club de Alabama, preparando el mejor soufflé, decirle a Scott que nadie iba a leer un libro titulado Trimalción, sugerir El Gran Gatsby, todo para terminar en estas cuatro paredes, piensa.
¿Qué de las horas en tumbonas en Antibes? ¿El Nueva York con “vestíbulos de hoteles llenos de pieles”, según escribe en una carta? ¿Aquellas pinturas de camarones cajún, búhos y circos? Las ocho horas diarias de ballet clásico, estirando los brazos como garzas, la invitación del Royal Ballet.
Hay ruidos en la planta baja.
El nombre de heroína gitana. Los largos almuerzos con su marido, sin conversar, ¿qué se iban a decir a esas alturas?, ella embadurnaba el pan con paté, él no la veía, Zelda removía su copa, él no la veía, después Scott encendía un cigarrillo, no la veía. Las visitas a sus padres en Montgomery para alejarse, solo un poco.
En aquella casa la rodeaban las sombras augustas de senadores, de linaje antiguo, de editores de periódicos, la desgracia que fue su juventud para todos menos para ella. ¿Dónde estarían sus admiradores? ¿Qué hará Tallulah en las tardes fosforescentes de Hollywood?
Huele a humo.
La boda en la Catedral de San Patricio, los techos altos del neogótico, las agujas como flechas hacia el reino de los cielos. El novio esperándola, con una novela bajo el ala. Ella también escribió y a veces imprimían en las revistas sus relatos bajo el nombre de Scott. ¿Qué hacer? El mezquino olfateando sus diarios, el día que se intentó matar con morfina sin pensar en ella ni su hija. Pero ahora nada eso importa, es viuda y puede seguir escribiendo.
Sí, toda esa vida para estar en esta cama, sedada, oliendo el humo.
El médico le dijo que le podían dar el alta, por ello lo mira y piensa que no hay forma que él pueda bucear hasta los valles más oscuros de sus pensamientos para afirmar eso: que está bien. Decidió quedarse un tiempo más.
El incendio comenzó en un edificio con escaleras de madera, sin alarmas ni rociadores, sin extintores colocados en cada pasillo, sin un plan de evacuación que asegure la salvación de los pacientes, con las ventanas bloqueadas con candados y barrotes, las puertas cerradas.
No ha sido una falla eléctrica. A la enfermera nocturna Willie Mae Hall le está dando un ataque de piromanía. Después del incendio, irá esa misma noche a entregarse, en estado de confusión, a las autoridades federales. Por esto, por el impulso oscuro en una mente, acaba la vida y obra de Zelda Fitzgerald.
Cuatro mujeres, solo cuatro y entre ellos, Zelda, están demasiado sedadas para intentar escapar. Aunque no hay certezas, pudo haberse levantado porque identificaron su cadáver por sus pantuflas rojas. De las restantes, cinco, los testigos escucharon los gritos asfixiados hasta que el fuego terminó su carnicería.
Y si buscamos en Google su nombre a secas, aparecen 154 millones de páginas sobre un videojuego.
Semblanza:
Roberto Cambronero Gómez nace en 1995 en San José, Costa Rica. Estudió Literatura y Lingüística en la Universidad Nacional de Costa Rica. Ha colaborado en revistas como Letralia, Almiar, Marabunta, Página Salmón, Antagónica, entre otras. Es autor de El insólito rapto de Doña Inés (EUNA, Heredia, 2016), libro con el cual ganó el premio UNA-Palabra en la rama de dramaturgia. Escribe una columna de opinión en la Revista Viceversa.