El océano se mezcla al ritmo de la música y de los corazones entusiasmados de los invitados; la picardía se puede saborear en el cálido ambiente. Es una exquisita mañana en el Puerto de Abrigo de la ciudad de Progreso. Botellas de cerveza descansan en las manos de las personas, quienes ya se encuentran bajo los hechizos de aquella tentación. Una niña se aleja de su madre para realizar travesuras; como todo infante desborda curiosidad al tiempo que desconoce consecuencias. La brisa levanta algunos cabellos de los presentes; a pesar del calor, no muestran una gota de desánimo. Ninguna migaja de comida se desperdicia, pues las gaviotas que revolotean sobre las diferentes melenas se arriesgan a descender por su botín. Agua y arena son el escenario perfecto para los cardúmenes multicolores que forman figuras bajo el oleaje. Algunos barcos se aprecian a lo lejos; sus viajeros desafían las olas y buscan sueños en el horizonte. Otros descansan en el puerto, con un vaivén sereno animan a las personas de todas las edades con espíritu jovial y aventurero para formar parte de un grupo dispuesto a surcar al gigante amistoso.
¿Acaso no escuchan la advertencia de las gaviotas? ¿Ni el llanto de los caracoles? La gente sube y entra entusiasmada. El “Águila Dorada” se inclina ligeramente. ¡Está abarrotada! Nadie se percata de lo sucedido. Son ciegos ante la tempestad. Quieren ser partícipes de los acostumbrados paseos en barco con motivo de los festejos del 1° de junio de 1995, siendo el mar anfitrión por el “Día de la Marina”.
Dirigida por el capitán Benito May, el barco pesquero reboza de vida; le toca zarpar. A toda marcha se enfrenta al manto salado. No le importa balancearse, pues es él quien domina la marea. Madres, padres, hijos, nietos, tíos se alejan poco a poco; sus emociones se deleitan por un paisaje marítimo mientras observan a sus familiares que esperan en el puerto. Una decisión mezclada con incertidumbre y enmascarada con alegría.
Horas muertas se hacen presentes con la llegada del padre tiempo. Irreversibles. El día esboza cansancio y se maquilla un crepúsculo, pero el sol se niega a abandonar el cielo. Es señal suficiente para que el capitán retorne a tierra firme. La maniobra es definitiva. Un desbalanceo es el tiro de gracia que hace sacudir los corazones de los desafortunados. Gritos alimentan el pánico sobre las aguas. La gente agita los brazos con desesperación. Se hunden unos a otros tratando de mantenerse a flote. Madres angustiadas nadan en busca de sus hijos y los hijos en busca de sus madres. Desconcertado, el mar ahoga los deseos y las ansias de vivir; anhelos que ya se unen a las profundidades.
El capitán logra lanzar un llamado de auxilio; el Centro Cultural Pesquero lo capta y esparce la noticia.
El sonar de las ambulancias se transforma en un canto interminable que invade cada rincón de Progreso.
Pasado unos minutos, el “Águila Dorada” da un pantoque; el agua inunda cada rincón en cuestión de segundos, pero es demasiado tarde, algunas personas quedan atrapadas en la cabina. Los primeros en llegar hasta la zona de la desgracia son los pilotos de puerto en remolcadores. Se hace evidente la solidaridad de algunos pescadores. Ofrecen esperanzas lanzando flotadores para los que aún luchan por mantenerse en la superficie. Las autoridades llegan para apoyar.
Suspiros de anocheceres afloran en las alturas; le toca a la luna presumir su rostro. Los primeros cadáveres llegan a diferentes hospitales junto con algunos sobrevivientes.
Un intenso olor a muerte se impregna en cada pasillo de la clínica. Líneas telefónicas se activan para solicitar más apoyo médico. Las enfermeras ponen en práctica sus habilidades; manos instrumentales. Mentes crudas.
Cadáveres de niños son colocados en el piso de la habitación número seis; suplican consuelo a las mujeres de blanco que entran con más cuerpos, pero es inútil, nadie los escucha.
Pese a las advertencias de los pescadores de no mover el barco, el “Águila Dorada” es remolcada; sin embargo, las habilidades del buzo “Chobi” le permiten descubrir entre los restos sumergidos una sombra inquieta; esperanza aprisionada que renace como perla al encontrar a una pequeña atrapada en una cámara de aire junto con cuatro cadáveres. La niña Leydi Estrella, aquella pequeña que se alejó de su madre es rescatada, pero la experiencia que la azotó vivirá con ella deambulando en las profundidades de su memoria.
Veintitrés féretros son velados en la CTM rodeados por un mar de amargura. Arreglos de flores perfuman el ambiente; se respira sufrimiento y el dolor es inquebrantable.
Una persona de entre los familiares es presa del desmayo, la gente acude sin pensar para auxiliarlo; es trasladado de urgencias a un hospital. Un hombre marcado con una herida profunda por la muerte de sus allegados, prefiere vivir sumergido en la ignorancia.
-No quiero saber cuántos familiares murieron –expresa con un nudo en la garganta.
Sus ojos se humedecen ante los recuerdos de sus parientes que se marcharon sin despedirse y que ahora se inmortalizan como los hijos del mar que descansan entre las olas.