—California State University-Stanislaus—
A los Estados Unidos de América llegué con una simple beca de intercambio estudiantil y con el único riesgo de perder a mis amores. Me estaría entonces tan sólo un par de semestres, avanzaría con el inglés, obtendría datos para una tesis y regresaría muy campante a mi terruño mexicano sin haber perdido afecto alguno. Visualizaba esta experiencia como una especie de vacaciones académicas encerrado en una biblioteca retacada de millones de libros, edén antes desconocido.
Sin embargo, cuando me topé con el Dr. Anderson en su oficina de la State University, producto de una crisis aparentemente repentina, iba a correr el riesgo de quedarme no meses, sino años enteros, y que perdiera varios amores. Además, bajo su influencia, no sólo recogería datos para escribir una tesina, sino innumerables ensayos, ponencias y hasta disertaciones doctorales. Él me condenaría a obtener grados académicos nunca antes sospechados, a escabullirme por toda la Unión Americana y a que acabara por disfrutar largas encerronas en las bibliotecas.
Sin proponérselo, Anderson rompería otro estereotipo: era un norteamericano que sabía dialogar con un mexicano; un intelectual de compromiso social pero que había publicado infinidad de obras; un académico empedernido que valía la pena tomar en serio su ejemplo, experto en cultura latinoamericana. No se trataba, pues, de un “redneck” monolingüe de los que protestaban contra migrantes en Texas, balaceaban indocumentados en sus ranchos californianos o proponían leyes anti-todo en el congreso de Arizona. Anderson no, era un políglota trotamundos que me descubrió un talento al que yo antes le tenía pavor:
—Tu ensayo es mejorable, corrígelo con estas anotaciones y luego hablemos de publicarlo—fue lo que anotó en un primer trabajo provocándome una alegría parecida a la de la autoseguridad.
—¿Ensayos yo? —me pregunté—cuando toda mi trayectoria hasta ese momento consistía en publicar rápidos poemas en periódicos y revistas, notas y reportajes que resultaron ser muy buen entrenamiento. Tenía poca experiencia en el ensayo, sobre todo los escolares, puesto que los redactaba intempestivamente entre las horas de cierre del periódico y apenas acababan bien armados ante la escasez de material de mi vetusta biblioteca mexicana. En verdad me la creí y me resigné… también podía escribir ensayos, y al estilo USA, con todos sus detalles de citas y fichas bibliográficas. Pero rápido le encontraría el gusto y el beneficio, aunque a la vez fueran una incomodidad por la racionalidad e investigación que exigen, casi casi como un reporte científico. Sin embargo, Anderson, flexible, me permitió además incluirle emotividad al asunto, cierto humor, dentro de la rigurosidad intelectual.
Así que un ensayo trajo otro y otro y otro… pero tras cumplir con aquel primer año, yo solamente pensaba en regresarme pleno de gozo hacia el “México lindo” para nunca más volver a Norteamérica. Era lo normal, como lo habían hecho ya mis antecesores del mismo programa. No obstante, lo que sucedió en el departamento de asuntos internacionales, gracias al reporte de maestros como Anderson, echó al traste mi retorno:
—Ha obtenido usted buenas notas y recomendaciones. Tiene la opción de quedarse otro ciclo escolar. Si le interesa, llene esta forma y fírmela para extenderle el periodo.
¿En verdad?, pensé, imaginando ahora la culminación total de mi tesis, inscribirme en seductoras materias a las que ya les había echado el ojo en el catálogo de cursos. Aprovecharía además para reforzar el inglés ahora tomando exámenes de mayor exigencia enfrentando a la vez esos fantasmas de los riesgos, flotando en el ambiente, queriendo arrebatarme con dolor a mis amores mexicanos.
***
El verano retorné a mi terruño con la buena nueva, disfruté un par de meses aquel presente que jamás creí se perdería y, reforzados todos los niveles del cariño, me reinstalé de nuevo en Norteamérica como estudiante becado por segunda vez, versión corregida y aumentada.
Pero a los cuantos meses, para mi sorpresa, toda la estabilidad se vino abajo cuando la sensación de vacaciones académicas se fue convirtiendo en una estancia prolongada. Empecé a captar que iniciaba la desconexión con mi pasado al cumplir casi el segundo año de separación. Lo más terrible fue que las pérdidas empezaban ya a alcanzar a amores entrañables… uno a uno caían como víctimas silenciosas del poder de la distancia. Una tarde, sin más, me cortó por teléfono mi novia mexicana, cuando meses atrás me llegaban cartas desaforadas de nostalgia y fidelidad, antes de la invención del e-mail. Otro día, me enteré por un paisano que el periódico de toda mi vida había cerrado actividades y nadie me lo había informado, ni mucho menos supe cuál había sido el paradero de mis notas enviadas como colaborador itinerante. Ni qué decir cuando mi madre me preguntó, en una carta muy extraña —era la primera vez que me escribía— qué debía hacer con mis libros dejados en mi recámara porque había decidido rentar la casa. Ahora lo entendía, la vida es muy libre y continúa por todas partes sin requerir de nuestra presencia, no iba a esperar a que yo regresara a México, faltaba más…
Interpreto que esto tuvo que ver para que mi voluntad no fuera tan férrea como creía y entonces comencé a debilitarme. Era el principio de una desconexión sin control de la que apenas me daba cuenta porque insistía en concentrarme en la culminación feliz de mis proyectos académicos, aferrado a esa beca milagrosa. Poco a poco noté que iba con desgano a las clases, que no le encontraba sentido a la soledad en que me hallaba y, lo peor, no me interesaba ya pasarme horas y horas husmeando la biblioteca. En un intento por refrescar mi presencia dejada en México, durante días realicé decenas de llamadas telefónicas con cuanta persona veía anotada en mi añeja agenda, sin motivo aparente, sorprendidos unos, “y éste qué se trae”, agradecidos otros, “gracias por acordarte de mí”, como lo mostró el recibo del teléfono atascado de llamadas de larga distancia.
En otra ocasión, me fui de parranda con un colega más recaído que yo y gastamos la quincena entre tarros de cerveza dentro de los bares topless de Las Vegas, huyendo de mí mismo, acabando en una tienda porno dentro de la sección de videos activados con moneditas. Pero la señal de alarma más nítida fue cuando traté de enamorar a una compañera de aula, pelirroja pero mucho mayor que yo, recién divorciada y con una hija, y que ya era amante de un hombre casado. A pesar de ello, aceptaba a medias mi compañía, yo me entercaba en que me hiciera caso, al grado de proponerle escarparnos hacia la frontera corriendo el riesgo de conseguir, no a otro amor, sino que me despidieran de la institución echando al traste mi investigación de tesis.
Desaliñado y cual marioneta, una mañana consideré la opción de renunciar de una buena vez y me enfilé rumbo al campus con esa intención. La idea me había llegado la noche antes, sin previo aviso, después de escuchar repetidas veces las mismas piezas de nostalgia de la trova cubana en viejos casetes que me había traído desde México, nunca supe si para este propósito. Como que había recibido un golpe existencial del que ya no había cómo reponerse.
Así que en ese medio día memorable, de esos reservados para que suceda lo grandioso, enfilé hacia la University muy meditabundo. Creo que como precaución llevé también mis utensilios escolares como si me dirigiese a una clase normal, ¿sería para camuflarme? Al mismo tiempo, en la penumbra de mi confusión, mi mente escuchaba las cátedras del Dr. Anderson hablándome de la estesia, de las desconstrucciones, anglocentrismos y otras otredades, de los sujetos múltiples, de las teorías “queer” y demás posmodernismos. Recordaba también sus comentarios escuetos, pero enriquecedores, a mis textos creativos y ensayísticos, y los pocos chismes que se decían de él, muy discretamente, mientras los estudiantes fumábamos a la salida de los pasillos del plantel.
Todo eso revoloteaba en mi cabeza e influyó para que, como opción inesperada, pensara remotamente dirigirme a su oficina, medio percibiendo su confianza, creyendo iba a encontrar yo ese informalismo de un profesor sensible, como los que había tenido en las escuelas de educación superior mexicanas en donde hasta me llegaron a prestar un auto para conquistar a una chava o me ofrecían un cigarro en plena hora de clase y adentro del aula.
Y, en efecto, tuve frente a mí los senderos que se bifurcan: uno daba hacia la calle McKinley rumbo a mi departamentito para empacar y retirarme para siempre hacia la patria que me olvidaba. Otro daba a la calzada, a un costado del Student Center, que me llevaría hacia mi clase regular. Por fuera, nadie notaba absolutamente nada, como luego aprendería a guardar ahí mis más profundos sentimientos. Por dentro caminaba como un personaje existencial en torbellino, conflictuado entre el ser nuevo que de aquí surgiría o el de allá que se empecinaba en reclamarme. También portaba mi firme decisión de explicar mi renuncia estudiantil —así de importante era mi vida, ¿no hubiera bastado con desaparecerse y ya?— aunque cargando mi cuaderno de notas por si decidía ingresar a la clase de las 11:40 a.m.
Pero no opté ni por la McKinley ni por la calzada ni nada, sino por la otra vía aparecida en ese atolondramiento: en efecto, la oficina del Dr. Anderson. Es anglo —pensaba— de seguro ocupa un puesto de no sé qué pero de alguna autoridad. Cuando asomé me cabeza oscura, me dejó pasar con pasmosa tranquilidad; luego me atreví, sin saber cómo, a preguntarle: ——
—¿Puedo hablar con usted ahora?, es personal —(lo normal es acudir a las horas de oficina o pedir una cita con mucha anticipación, como lo supe sin necesidad tiempo después). Fue suficiente, en caliente le volqué mis angustias, temores e inseguridades, incluyendo de colofón los líos de faldas que también se incrustaban en el epicentro de mi preocupación. Luego escuché a Anderson, como enfadado por la rutina de miles de estudiantes:
—¡Bah!, tan bien que vas con tus materias, me sorprende que pienses retirarte. Había pensado que solicitaras para un puesto de maestro asistente y con ello ingresaras al programa doctoral. Te volvería a recomendar. Y sobre tus amores, qué quieres que te diga, sabes que te podrás encontrar otros, ¡por favor!
¿Te volveré a recomendar? ¿Encontrar otros amores? ¿Así de sencillo?—registraban mis antenas. Cuando salí, no rumbo a mi departamento para empacar, sino directo al aula, ya iba energizado, resuelto… iba tocado por las palabras de Anderson. Con ellas me escudaría para soportar no sólo el par de horas de la siguiente clase, sino los semestres enteros que me cayeron encima, ensimismado en un mundo de libros, teorías y desplazamientos que me llegaban sin límite de tiempo. Así pasaría los años, acumulando ensayos, logros y viajes norteamericanos, pero también—y al fondo la voz de Anderson—me volví viejo sustituyendo miles de amores que se fueron quedando al sur de la frontera, sin reclamarme, perdidos sin remedio en la gravedad de la distancia y en los enredos y descuidos de la memoria…
Semblanza:
Manuel Murrieta-Saldívar (Ciudad Obregón, Sonora, México), doctor y maestría en Letras Hispanoamericanas por Arizona State University-Tempe y Licenciado en Letras Hispanas por la Universidad de Sonora-Hermosillo. Ha sido periodista, escritor, editor y académico en Sonora, México; Arizona y California. Ganador en tres ocasiones del Concurso del Libro Sonorense. Su obra publicada incluye Mi letra no es en inglés (ensayo); De viaje en Mexamérica (crónicas fronterizas); Gringos a la vista (ensayo); Háblame a tu regreso (novela); La grandeza del azar: eurocrónicas desde París (crónicas); La gravedad de la distancia: historias de otra Norteamérica (crónicas y relatos). Alejados del instinto (poesía). Poecrónica en las urbes (poecrónicas). Fue nombrado «Educador del año 2014» por la “Association of Mexican American Educators-North Central Valley Chapter” de California. Actualmente reside en Modesto, California, Estados Unidos y es Profesor Asociado de Literatura y Cultura Chicana, Mexicana y Latinoamericana en California State University, campus Stanislaus. Es fundador y editor general de la Editorial Orbis Press (www.orbispress.com) y de la publicación electrónica www.culturadoor.com. Facebook: Manuel Murrieta Saldviar. Twiter: @ManuelMurrieta
(*) Del libro de relatos y crónicas La gravedad de la distancia. Historias de otra Norteamérica. Más información y para adquirirlo en:
http://www.orbispress.com/imagenes/imaginacion/la-gravedad-de-la-distancia.htm